El rey desnudo

05 agosto 2020 08:30 | Actualizado a 05 agosto 2020 08:40
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La histórica carta que ha difundido esta semana Juan Carlos I probablemente marque un antes y un después en el devenir de la institución monárquica en España.

Nos encontramos ante una jugada desesperada de quien gozó de un respaldo abrumador al inicio de su reinado, pero cuya imagen ha venido deteriorándose de forma imparable a medida que conocíamos determinados aspectos de su vida personal.

En efecto, quien fue considerado durante décadas un símbolo de la recuperación democrática, es hoy contemplado por millones de españoles como un golfo prácticamente esférico, se mire por donde se mire, a quien se ha permitido edificar un inmerecido prestigio gracias a la complicidad sistémica de los aparatos del Estado y la cobardía cortesana de los medios de comunicación.

La decisión de abandonar el país es grave, fundamentalmente por lo que significa, pues el hecho de vivir en España o en el extranjero resulta en sí mismo irrelevante (después de todo, Juan Carlos I nació en Italia, su familia procede de Francia, encontró a su mujer en Grecia, a su amante más locuaz en Alemania, fue criado en Portugal, y parece que atesora su patrimonio en Suiza y Liechtenstein).

Llegados a este punto, convendría analizar diferentes aspectos vinculados al escrito difundido el pasado lunes: destinatario, finalidad, causa, momento, etc.

A quién: a diferencia de lo que cabría esperar, la carta donde el rey emérito anuncia su marcha se dirige individualmente a Felipe VI, y no a los españoles que lo han mantenido y respaldado mayoritariamente desde su ascenso al trono, pese a haber sido apadrinado por el dictador Francisco Franco.

Con este matiz, Juan Carlos I parece sugerir que la persona a quien debe rendir cuentas por sus escandalosas actividades es exclusivamente su hijo, y no el pueblo soberano que lo ha disfrutado o padecido (cada uno tendrá su propia valoración) como Jefe del Estado desde la Transición. La cosa no empieza bien.

Para qué: la presunta finalidad de la decisión es evitar un perjuicio al actual monarca por «la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada», unos hechos que ni siquiera desmiente.

Esta mención difícilmente puede referirse a sus andanzas extramatrimoniales (un vodevil ampliamente conocido por la opinión pública desde hace tiempo), de modo que sólo cabe contextualizarla respecto de las desconcertantes noticias sobre sus tejemanejes económicos que vamos conociendo con creciente estupefacción.

Quizás el objetivo del rey emérito sea poner tierra de por medio para que la sociedad española pase página, acostumbrado como está a que se le perdonen todas sus fechorías: ‘Borbón y cuenta nueva’. Sin embargo, sospecho que la cuerda se ha tensado últimamente demasiado para esperar que todo un país siga mirando indefinidamente hacia otro lado.

Por qué: la verdadera causa que explica esta misiva es, precisamente, el aliento de este acoso judicial y mediático que Juan Carlos I viene sintiendo últimamente en su nuca.

Efectivamente, la fiscalía suiza y la prensa europea han dado unos pasos que difícilmente podrán desandarse.

En este sentido, el hecho de que hayan tenido que ser diversos actores externos los que hayan destapado nuestras vergüenzas es motivo suficiente para promover una reflexión colectiva sobre las complicidades interiores que nos han conducido a esta penosa situación.

El auténtico patriotismo debería ser un concepto indisociable de la verdad y la justicia, pero el país ha carecido del valor y la honestidad para señalar a su rey y decir en voz alta que caminaba desnudo, como en el cuento de Hans Christian Andersen.

Cuándo: la escapada del monarca se ha producido en plena investigación sobre la red de fundaciones y testaferros que el padre de Felipe VI utilizaba, presuntamente, para gestionar con un descaro indignante las multimillonarias comisiones que cobraba de forma opaca por su intermediación en diversos negocios internacionales.

Es posible que estas pesquisas den lugar a un proceso penal de forma inminente, y la mayoritaria posición académica sobre el sentido restrictivo con que debe interpretarse su inmunidad constitucional puede haber animado al emérito a poner pies en polvorosa.

Dónde: el destino definitivo del ‘rey campechano’ podría darnos alguna pista sobre el verdadero objetivo de esta espantada.

No sería lo mismo residir temporalmente en un entorno homologable al nuestro para alejarse de los focos (aligerando la presión mediática sobre Felipe VI), instalarse establemente en un lugar paradisíaco donde poder vivir una jubilación dorada (un exilio encubierto), o incluso acabar en un país remoto que dificultaría una eventual extradición (una huida de libro). El tiempo nos sacará de dudas.

En cualquier caso, lo verdaderamente relevante será el impacto que este episodio berlanguiano tenga sobre el reinado de Felipe VI en particular, y sobre la Casa Real en general.

En mi opinión, si efectivamente Juan Carlos I hubiera querido “prestar el mejor servicio a los españoles”, rehabilitando su “legado” y su “propia dignidad como persona”, el camino era muy sencillo: abrir las puertas y ventanas de palacio, facilitar las investigaciones que se están promoviendo, renunciar a cualquier tipo de privilegio procesal, y dar la cara ante el pueblo al que dice servir.

Sin embargo, ha preferido salir corriendo. Por algo será.

Desde la reinstauración democrática, siempre ha sorprendido la aparente contradicción interiorizada por la ciudadanía española, que por un lado se declaraba mayoritariamente republicana en el plano teórico, pero que simultáneamente respaldaba la monarquía por considerarla el menos malo de los sistemas en el actual contexto histórico (una paradoja que yo mismo comparto).

Y este fenómeno fue habitualmente designado con el término ‘juancarlismo’. Sospecho que, a partir de ahora, tendremos que buscar otra palabra.

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