El rey se ha ido de vacaciones

17 agosto 2020 07:58 | Actualizado a 17 agosto 2020 08:02
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Citarse a uno mismo es una horterada. Lo sé, pero comprendan que todos, hasta los reyes, tenemos defectos.

El otro día pensando en el tema de mi próximo artículo llegué a la conclusión que debía ser sobre los últimos acontecimientos de la Casa Real. Luego pensé que sobre esta cuestión todo se ha dicho y más que se dirá y que poco (más bien nada) iba a aportar. 

Entonces me acordé de que Manuel Rivera me editó un libro (La culpa la tuvo el brandy. Silva Editorial  2016) que empieza y termina con dos artículos publicados en el Diari en el año 2013.

El primero, dentro del capítulo Corrupción. No robarás, lleva por título Amistades peligrosas, y se da cuenta de las relaciones de la princesa Corinna zu Sayn Wittgeenstein y el príncipe saudita Bin Talat, nieto del rey de Arabia Saudita, que denunció a la revista Forbes por ponerle en una lista de ricos en un lugar que no le correspondía (por bajo). Luego el tema ya lleva tiempo rondando.

El segundo, con el que acaba el libro, lleva por título El final del rey. Releo, es decir, me leo. Ya les advertí al principio. El rey expresa más que otra cosa la unidad y permanencia de la sociedad a través de las generaciones y suele servir para cohesionar y dar sentido al Estado.

Acabar con el rey (aunque no sea con la dinastía) representa acabar con el Estado, o al menos con una determinada forma de Estado. En el fondo, el rey y el Estado se confunden. 

Y añado ahora, siete años después, los grupos independentistas han comprendido perfectamente este significado del Rey (que debemos escribir con mayúscula) y presienten que acabar con él es acabar con el Estado español, tal como ha sido concebido durante siglos, y puede que no les falte razón.

Otra cosa es que tengan éxito, que no lo tendrán, porque otros pretendieron acabar con el nacionalismo atacando a Jordi Pujol y se equivocaron.

Seguía diciendo en este artículo que el final de un rey tiene algo de cómico o de tragicómico, como si todo el universo construido alrededor de él se viese de pronto como un completo y total absurdo y hasta como una pantomima sin más.

En cierta forma como un engaño colectivo, al igual que ocurre cuando descubrimos que los Reyes Magos no vienen de Oriente sino del Ayuntamiento.

Y acababa diciendo, sólo un rey puede sentir la inmensa tragedia de dejar de serlo y la fragilidad de las cosas humanas.

Y ahora, para compensarles de tanta autocita, les confesaré (las confesiones personales siempre suelen gustar al lector) que siempre he tenido un especial interés por el final de los reyes y he compuesto un peculiar diccionario y registro.

Finales ha habido de todo tipo. Podemos clasificarlos por palabras. Quizás la más trágica y la más solemne es «Magnicidio».

La historia de los reyes está llena de estos finales trágicos, lo que demuestra que ser rey no es un oficio nada seguro con las estadísticas en la mano. Veamos otras.

«Huida». Mutesa II, trigésimo quinto habaka de Buganda,  pudo salvarse de la muerte, saltando una tapia de su palacio en Kampala, cogiendo un taxi y huyendo a toda prisa. Murió años después en Londres de «intoxicación etílica» en un piso de dos habitaciones que un amigo le había dejado,  que compartía con su ayudante de campo, un guardaespaldas y un estudiante.

«Ensoñación». Haile Selassi, el Rey de Reyes, murió creyéndose Emperador de Abisia muchos años después de ser derrocado y manteniendo hasta su muerte un rígido programa protocolario. Dicen que tenían que cambiar constantemente los soldados que lo vigilaban porque acababan creyéndose ellos también parte del séquito y le rendían pleitesía.

«Desaparición». Savang Vatthana, Rey del Reino de Millón de Elefantes y la Sombrilla Blanca, simplemente desapareció en la jungla. Años después un periodista americano encontró su rastro y sus huesos en el centro de prisioneros más secreto del país (Campo Uno).

Entre los escasos restos que dejó encontraron una pipa hecha a mano con unas palabras gravadas long way from home (muy lejos de casa).

«Confinamiento». El zar Iván VI fue confinado desde los cuatro años en una celda, convirtiéndose en una versión rusa y real de la «máscara de hierro», un ser tartamudo y medio loco que sin embargo sabía perfectamente que era el zar, y que acabó más de veinte años después cuando alguien intentó liberarlo.

«Realojamiento». Es una versión más light de la anterior que consiste en obligarte a vivir en un lugar acomodado, muy propio del califa otomano reinante que mandaba a sus hermanos a cualquier palacio, cuando se perdió la costumbre más práctica de simplemente matarlos.

El último fue Mehmet V que nació en el palacio de Topkapi y vivió recluido treinta años en el Harem, hasta que un azar del destino le llevó al trono.

«Destierro». De eso sabe Napoleón, el doble desterrado.

He leído la carta del Rey Emérito. Es una carta para la Historia. No debe ser fácil  hacerlo, salvo para los reyes que están acostumbrados a crear la propia Historia.

Escribe Don Juan Carlos I su meditada decisión de «trasladarme, en estos momentos fuera de España».

Un periodista ha afirmado con inteligencia que solo se puede entender esta frase en términos militares, es decir, que lo que quiere decir el rey simplemente es que cambia provisionalmente de destino.

He buscado en mi particular diccionario y no he encontrado ninguna equivalencia. Sólo se me ocurre un término («vacacionar»): el rey comunica a su hijo que se va de vacaciones merecidas.

El problema es que los reyes no tienen vacaciones. 

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