El trasero del rey

17 septiembre 2020 11:30 | Actualizado a 17 septiembre 2020 12:29
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El refranero popular nos anima a adoptar una perspectiva constructiva ante la adversidad, afirmando que «no hay mal que por bien no venga». En el fondo, viene a coincidir con San Pablo cuando escribe a los romanos que «todo es para bien»: omnia cooperantur in bonum. Este talante voluntarista, a la hora de encarar todo lo negativo que nos sucede, es característico de personas optimistas o providencialistas, mientras los más cenizos observan esta actitud con cierto cinismo, al considerarla un consuelo barato para sobrellevar nuestras penas. En cualquier caso, nunca está de más intentar extraer algo bueno de los frecuentes contratiempos y desgracias que la vida acarrea indefectiblemente: un proyecto que fracasa, un objetivo que se evapora, una persona que nos decepciona… En vez de hundirnos en la miseria, parece más útil aprovechar estas experiencias adversas para interiorizar conclusiones prácticas, como identificar puntos de mejora para próximas iniciativas, fijar nuevos horizontes en los que enfocarnos, o aprender a escoger mejor a la gente que queremos a nuestro alrededor.

Esta óptica resulta especialmente apropiada para las épocas en que las fatalidades se acumulan. Y supongo que todos estamos de acuerdo en que este año se lleva la palma en la concentración de problemas: saturación del sistema sanitario hasta límites insostenibles, escasa adaptabilidad de nuestro modelo educativo, falta de reflejos del aparato público ante situaciones de emergencia, modesta resiliencia de determinados sectores productivos, etc. Vivimos un contexto dramáticamente negativo, y precisamente por ello debemos aprovechar este reto para dar un salto de calidad en nuestro modo de hacer las cosas, tanto a nivel individual como colectivo. Y son muchos los ejemplos históricos de desgracias (por ejemplo, de carácter bélico) que paradójicamente han marcado un antes y un después en el avance de determinados aspectos de la humanidad.

Al leer el título de este artículo, apuesto a que más de un lector habrá pensado que estas líneas iban a versar sobre las andanzas de Juan Carlos I. Ciertamente, la vida de los borbones de cintura para abajo es siempre interesante, aunque en este caso me centraré en una curiosa anécdota que tuvo como protagonista a un viejo pariente suyo, Luis XIV de Francia, a cuyas posaderas debemos mucho más de lo que imaginamos.

A finales del siglo XVII, el Rey Sol dominaba gran parte de Europa con mano de hierro. Pero no todo eran alegrías en los jardines de Versalles. El monarca padecía, en silencio, un estreñimiento crónico que terminó provocando una dolorosa fístula anal. El problema fue agravándose hasta convertirse en una cuestión de Estado, pues el soberano prácticamente no podía levantarse de la cama. A la vista de que los precarios tratamientos de la época no daban resultado (ungüentos, lociones, enemas), su médico personal, Charles-Francois Félix de Tassy, dictaminó que sólo cabía intentar una operación de cirugía como último recurso. Sobra explicar los limitadísimos conocimientos que existían entonces sobre los procedimientos quirúrgicos, que habitualmente terminaban con la muerte del paciente.

El osado doctor de Avignon acudió a hospitales y prisiones de París, donde más de setenta enfermos fueron utilizados como conejillos de Indias. Después de numerosas pruebas (con decenas de muertes y desaguisados) el aterrorizado Félix se enfrentó al mayor reto de su vida. El galeno diseñó un bisturí especial de plata, que aún se expone en el Museo de Historia de la Medicina, con el que intervino el trasero real durante la mañana del 18 de noviembre de 1686. Además del monarca y el propio cirujano, estaban presentes Madame de Maintenon (amante del rey), el marqués de Louvois (ministro de la Guerra), el padre Lachaise (confesor de palacio), los médicos Daquin, Fagon y Besnières, así como cuatro asistentes para sujetar al paciente. La operación duró tres horas, sin ningún tipo de anestesia. Se cuenta que el soberano, postrado sobre un sofá en una postura poco versallesca, sólo pudo balbucear: «Dios mío, me pongo en vuestras manos».

Afortunadamente, la intervención terminó con un éxito rotundo, y la recuperación fue rapidísima. De hecho, Luis XIV comenzó a cabalgar con total normalidad a mediados de la siguiente primavera. El médico real fue premiado con una cantidad indecente de dinero, y se hizo aún más rico con la moda aristocrática de someterse a la misma operación como signo de prestigio, aunque no se padeciera la enfermedad. La técnica todavía no era perfecta, así que muchos de estos nobles quedaron doloridos e incontinentes para el resto de su vida. El postureo tiene sus riesgos.

La alegría por la sanación real fue tan absoluta que el monarca declaró oficialmente 1686 como «El año de la Fístula», y Jean Baptiste Lully compuso la cantata conmemorativa Grand Dieu sauve le Roi. La melodía se hizo tan popular que llegó a oídos de Georg Friedrich Händel. Años más tarde, el músico alemán adaptó esta pieza para el rey de Inglaterra, Jorge I de Hanover, y terminó convirtiéndose en el himno británico. En efecto, según afirman algunos expertos en la materia, God save the Queen es una versión de la obra creada para festejar una intervención de fístula.

En cualquier caso, lo relevante de esta anécdota es que este doloroso suceso favoreció un salto crucial en la historia de la técnica quirúrgica. Además del valor de sus propias investigaciones, Charles-Francois Félix de Tassy aportó gran parte de los 120.000 luises de oro, cobrados por la operación, para la creación de la Real Academia de Cirugía, una institución clave en el nacimiento de la medicina moderna. Y así es como una situación ciertamente negativa, como la fístula de Luis XIV, pasó a los anales (nunca mejor dicho) del progreso científico. Omnia cooperantur in bonum.

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