En honor a la verdad

Las ‘fake news’ son una realidad cotidiana con la que convivimos sin pestañear, habiendo asumido con naturalidad que somos víctimas constantes de personas u organizaciones que pretenden colarnos gato por liebre de forma metódica
 

28 marzo 2021 15:20 | Actualizado a 28 marzo 2021 15:28
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Echando la vista atrás, aquellos que de niños bajábamos la ventanilla del coche con una manivela probablemente recordemos las increíbles expectativas que nos deparaban los avances de un futuro que ya es presente: después de completar una jornada laboral prácticamente testimonial, gracias a la excelente gestión de un gobierno tecnocrático mundial que garantizaría la paz y la prosperidad en todo el planeta, volveríamos a nuestro hogar en nuestro automóvil volador, encenderíamos nuestra televisión holográfica para conocer los últimos éxitos en la colonización de Marte, un robot con aspecto humanoide nos serviría una suculenta cena en el sofá, nos tomaríamos una píldora de postre para no engordar un solo gramo, y después nos acostaríamos para multiplicar nuestros conocimientos durante las horas de sueño profundo.

Aunque nada de esto se ha cumplido, uno de los augurios cuyo fracaso resulta más decepcionante tiene que ver con la gestión de la verdad. En efecto, el arranque de la era de la comunicación digital prometía un acceso ilimitado a todas las fuentes de información, que favorecería la transparencia y la garantía de contenidos fiables. Si hacemos un esfuerzo por contener la carcajada ante semejante pronóstico, podremos afirmar sin temor a equivocarnos que probablemente vivamos una de las épocas en que la verdad se nos muestra de una forma más neblinosa, precisamente como consecuencia del avance tecnológico. Actualmente, las fake news son una realidad cotidiana con la que convivimos sin pestañear, habiendo asumido con naturalidad que somos víctimas constantes de personas u organizaciones que pretenden colarnos gato por liebre de forma metódica. Esta inseguridad sistémica suele manifestarse en un triple plano.

En primer lugar, la ausencia de fiabilidad resulta evidente desde la perspectiva de los propios contenidos. Efectivamente, la posibilidad de generar una imagen o una grabación falsas con apariencia de verosimilitud es cada vez más sencilla y accesible para cualquiera. Estas herramientas frecuentemente se utilizan en clave satírica (ayer mismo me enviaron un vídeo de Francisco Franco cantando I will survive de Gloria Gaynor), aunque, en otras ocasiones, los recursos tecnológicos se destinan a la intoxicación informativa, normalmente con intencionalidad ideológica. Supongo que no soy el único que recibe continuamente noticias o declaraciones de personajes públicos, incluso con presuntas capturas de pantalla de medios serios, que resultan ser totalmente fraudulentas. ¿Cómo diferenciar un titular amañado de otro auténtico, si no nos autoimponemos la rutina de acudir directamente a las fuentes?

Por otro lado, relacionado con lo anterior, cada vez tenemos menos claro quién es el verdadero autor de los contenidos que recibimos. Y esta suplantación puede ser tan chabacana como una falsa portada de periódico, o tan sofisticada como las últimas aplicaciones ‘deepfake’ basadas en inteligencia artificial. Por ejemplo, hace unos días descubrimos que Souya no Souhi, una joven y atractiva influencer japonesa, amante de las motos y con decenas de miles de seguidores en Twitter, era en realidad un cincuentón llamado Zonggu, que utilizaba FaceApp para cambiar su aspecto y multiplicar su impacto en redes sociales. El avance de esta tecnología está siendo tan rápido que algunos gurús pronostican la desaparición del oficio de actor cinematográfico a medio plazo, al menos en el sector comercial con menos vocación artística. ¿Por qué pagar millones a una estrella de blockbuster cuando un programa informático puede generar imágenes exactamente iguales con un coste infinitamente menor?

En tercer lugar, la obviedad de estar siendo permanentemente bombardeados con mentiras está debilitando paradójicamente los intentos por crear filtros de veracidad independientes. En efecto, una atmósfera de fraude generalizado conduce con frecuencia a la desconfianza paranoica. Durante los últimos años, han sido varias las iniciativas periodísticas orientadas a realizar esta labor de comprobación informativa, como Maldita y Newtral, pero el clima de recelo absoluto se ha vuelto contra los propios verificadores, quienes son también blanco de las suspicacias por su posible tendenciosidad partidista. ¿Quién vigila al vigilante?

Sin duda, el mundo de la política es uno de los entornos donde la verdad suele brillar más intensamente por su ausencia. De hecho, el ciudadano de a pie tiene perfectamente asumido que un gobernante dice casi siempre lo que su audiencia quiere oír, con independencia de que sus afirmaciones se ajusten o no a la realidad. Básicamente, un candidato suele ser un comercial de un producto sin garantía, preso de una pulsión irrefrenable hacia el ‘vendemotismo’ de quienes sólo buscan cerrar el trato y desaparecer en la espesura. Después de todo, el derecho de devolución no es ejecutable hasta cuatro años después. La tendencia a asumir esta realidad como inexorable no parece ser positiva, incluso en sociedades tradicionalmente intransigentes con la falsedad pública como la norteamericana (a Clinton no lo procesaron por su affaire con Monica Lewinsky, sino por faltar a la verdad), puesto que los estadounidenses han estado a punto de reelegir a un mentiroso compulsivo de libro. Precisamente por ello, deberíamos valorar especialmente los ejemplos de auténtica honestidad en este ámbito.

Precisamente esta semana, Angela Merkel ha sorprendido a propios y extraños reconociendo haberse equivocado con su último plan de confinamiento, y disculpándose por la incertidumbre generada: «Este error es mío y sólo mío. Un error tiene que ser nombrado como tal. Y, sobre todo, debe ser corregido”. Resulta inevitable sentir una profunda envidia ante un país cuya máxima dirigente se sincera de este modo ante la ciudadanía. Como ocurre casi siempre, los cómicos son los analistas políticos mejor dotados para explicarlo todo de forma brillante, concisa y genial. En este caso, recurro a Mario Moreno, Cantinflas: «Estamos peor, pero estamos mejor. Porque antes estábamos bien, pero era mentira. No como ahora, que estamos mal, pero es verdad».

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