Esos muertos que bailan

Los homenajes de Estado se llevan a cabo por liar el petate en acto de servicio y no entendemos el honor y heroicidad que sepulta pillar un virus o batirse contra él

01 julio 2020 10:10 | Actualizado a 01 julio 2020 10:37
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Por delante del Homenaje de Estado a los muertos por coronavirus vaya mi más sincero pésame a todos los lectores que han perdido algún familiar. Y también nuestra admiración franca por las tiernas historias humanas reveladas por los sanitarios que ocuparán un lugar privilegiado con el uniforme blanco de gala. El próximo día dieciséis de julio, España celebrará un acto solemne para rendirles tributo en la Plaza de la Armería del Palacio Real, pues se teme un conflicto a vida o muerte cuyas razones y riesgos intentamos exponer.

Bajo un sol de justicia, enfrente de los muertos homenajeados -cuyo espacio en la gigantesca plaza ha calculado el doctor Simón-, estarán los políticos nacionales de riguroso luto. Por ahora no han sido invitados los familiares, quienes a su vez han pedido que no vaya el Gobierno contra el que se han querellado por homicidio imprudente.

Sin sus allegados para defenderlos, el bando de los muertos solo contará con Medusa, el ser terrorífico de la mitología griega cuya misión es proteger a los cadáveres de los vivos. Fiel a Versace, es su logotipo, la guardiana vestirá un sobrio vestido de esta primavera echada a perder, que no ocultará sus manos de bronce, sus alas doradas, sus inquietas culebras por cabellos ni su lengua bífida deslizándose entre sus colmillos.

En esta pandemia los ciudadanos recluidos necesitábamos calma y claridad para asimilarla y ha sido insufrible la angustia innecesaria que han creado, taladrándonos. Lejos de acordar una tregua de paz y esperanza ante la tragedia, nuestros representantes no han dejado de crisparnos y enfrentarnos intentando rentabilizar el miedo a flor de piel.

Estos meses tenebrosos, sentados en los escaños vacíos, los muertos han presenciado en el Congreso de los Diputados cómo sus señorías discutían como si no estuvieran. Han acuñado el término «geriatricidio» para culparse de asesinar ancianos en las residencias de las Administraciones Públicas rivales y, con su miserable instrumentación, han cometido el execrable delito de ultrajar su memoria.

Lanzándose cadáveres, a Medusa, -cuyo mal humor es notorio desde que su violador la decapitó embarazada y parió a los gemelos por el cuello-, la han puesto de los nervios. Olvidando los diputados que, aunque las reclamaciones de los vivos no prosperarán, más pronto o más tarde, habrían de enfrentarse, cara a cara, con esos tipos cuya mirada traspasa y no temen que les den un par de bofetadas.

No sería descabellado replantearse acudir tal como piden los familiares, no solo porque por fin los políticos van a sentir una ola de frío, sino por la falta de idoneidad de los homenajeados. Quienes nos han dejado en esta pandemia no son las bajas de una guerra civil ni siquiera de un holocausto. Los homenajes de Estado se llevan a cabo por liar el petate en acto de servicio y no entendemos el honor y heroicidad que sepulta pillar un virus o batirse contra él. Además, no pueden ser objeto de un tributo porque esos muertos solo bailan y hay que encargar los distintivos.

¿En qué se parecen dos personas por fallecer de lo mismo? En el reino de Hades la causa de defunción carece de interés y los caídos de Covid-19 tampoco van a ponerse farrucos reivindicando la medalla. Hay países en África que ni los cuentan, no se encuentran en el top ten de las causas de decesos, y antes deberían honrar a los fallecidos por inanición, sida, diarreas, gripe y tuberculosis, meningitis, hepatitis, dengue, malaria o complicaciones en el parto. Además, son tantos los caídos en España que tiene que haber gente fantástica y también algunos peores cuya desaparición habrá sido una liberación para alguien.

Morir es algo usual, nos sucederá a todos, pero singular pues solo pasa una vez, y en esos momentos el único consuelo es exhalar el último suspiro rodeado de los tuyos. De los políticos no veremos un acto de contrición por no haberlos podido proteger ni tampoco por no haber procurado el silencio y el recogimiento necesarios para el duelo. Hablarán compungidos del triste gemido de los moribundos y lamentarán el sufrimiento de los deudos quienes todavía estos días ofician sus funerales.

Allá, en África, los negros que transportan a hombros el ataúd celebran la larga vida de los difuntos bailando frenéticamente con ellos. Sintiéndose sanos entre los enfermos y vivos entre los cadáveres, se aprende que, si has sido bueno serán generosos contigo, y viceversa, que los muertos son rencorosos y si no los dejas descansar en paz, te esperarán para desquitarse.

Aunque no se han revelado detalles del protocolo, junto a la gran bandera nacional con crespón y la banda, se rumorea que en el Palacio Real colocarán, ocultos en los pompones negros, escupideras y baldes por si algún muerto siente náuseas escuchando a los políticos entonar hermosos discursos funerarios bañando en oro su recuerdo. Cada vez que uno proclame: «No os olvidaremos» -seguirán dando la vara durante lustros con esos pobres desamparados-, se encontrarán con los ojos coléricos de Medusa quien tendrá uno de esos días tontos que, petrificando con la mirada, te puede convertir la plaza en museo-mausoleo. Incluso se teme que, como en El burlador de Sevilla y convidado de piedra, cuando las autoridades se acerquen a estrecharles la mano para despedirse, los malditos no se la suelten y los arrastren a los infiernos.

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