Estampas en la frontera de México y EEUU dos horas, dos realidades

Perspectivas diferentes. Para unos, entrar en Estados Unidos es cuestión de minutos. Para otros, tan solo iniciar el proceso de asilo puede suponer meses de espera 

01 marzo 2019 11:27 | Actualizado a 01 marzo 2019 11:45
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Viajar por la frontera de México y de Estados Unidos, aunque sólo sea por dos horas, el tiempo que une Piedras Negras con Nuevo Laredo, te enfrenta a dos realidades: por un lado, la belleza de un paisaje duro, árido, con ranchos cercados por postes y alambre, alguna vaca, matorrales, algún riachuelo, un cielo inabarcable, halcones de los que vuelan y silencio.

Por otro, la  fealdad de lo que esconde el horizonte en la carretera: controles del ejército mexicano, polígonos industriales de cemento y polvo, centros comerciales, cementerios de coches, controles de los federales o de los estatales de Coahuila, controles de los halcones: en las entradas y salidas de las poblaciones, chavales pegados a un móvil que reportan a sus jefes movimientos interesantes, los de los guachos (el ejército), los de los otros cuerpos de seguridad, los de algún coche sospechoso. 

Salir a comer algo después del trabajo, solo dos horas, a la taquería de al lado, por aquello de que a los foráneos recomiendan no salir de noche. Guerra de cárteles. Al foráneo con dinero le recomiendan cosas. El foráneo centroamericano, aunque le recomienden, a veces no tiene opción y llega a la ciudad de noche. O en autobús. La estación de autobús está cerca de la taquería. Allí los esperan.

Los chavales del crimen organizado, que los intimidan, los suben a un coche, los secuestran. En una casa abandonada, los interrogan, les quitan el móvil. Llaman a la familia, en Estados Unidos o en el país de origen. Piden dinero. 3000 dólares, 4.000 dólares, según. Si pagan rápido, se les libera rápido. Si no, pues no. A veces los tratan bien. Otras veces no. 

Para los que empiezan a intentarlo, la deportación es un paso atrás

Entrar en Estados Unidos desde Nuevo Laredo (Tamaulipas) hacia Laredo (Texas), aunque solo sea para estar dos horas, el tiempo de pagar cuatro pesos para traspasar el torno mexicano, caminar por el puente metálico sobre el río y dejar en justo su centro a los migrantes que esperan poder tramitar su petición de asilo y que se apostan en un lado, cubiertos de mantas para sortear el frío norteño. 

Hacer cola, obtener el permiso de entrada como turista (seis dólares, se acepta visa y te hacen foto), adentrarse en la parte histórica de la ciudad. Con tres pasos fronterizos. Para peatones (con papeles que permitan cruzar), para coches (ídem), para camionazos (ídem). 
La ciudad, edificios comerciales venidos a menos, testimonio de un pasado mejor y de un presente incierto, se prepara para celebrar el nacimiento de George Washington, en una ceremonia de abrazos. Niños y autoridades de un lado y del otro se abrazan. Para salir de Estados Unidos andando se paga un dólar y no te miran el pasaporte. 

Cruzar el río es una de las opciones para los migrantes de nueva generación

Cruzar el río requiere una clave. Si no, los coyotes no dejan pasar. La clave se la dan después del pago, que le da a uno el derecho a intentar el paso tres veces. A un lado, policía y coyotes. Al otro, la migra visible, coches, planeadoras para pescar migrantes. Cruzar el río es una de las opciones para los migrantes de nueva generación, pero también para los deportados. Hombres a los que Estados Unidos ha expulsado, que llevaban en el país veinte o treinta años. 

Con sus familias y su vida allá, no reconocen ya donde nacieron. Iban a trabajar un día, conducir un camión, segar céspedes, fregar platos, cocinar pasta y, de golpe, la vida rota. Detención. Noches en las hileras de los centros para deportación. Cadenas  y esposas. Un autobús a México. Un avión a El Salvador, a Honduras. Para los que empiezan a intentarlo ahora, la deportación es un paso atrás, un volverlo a intentar pronto. 

Para los deportados tras décadas en los Estados Unidos es un retorno a una casilla de salida de la que se habían olvidado y en la que no les queda nada.  En dos horas de charla en un albergue para migrantes, solo hablan de un barullo de cárceles del condado, centros de internamiento, maltrato, frío, desconcierto y desesperanza. 

 

Lali Cambra Trabaja en Médicos Sin Fronteras, donde cubre varios países de África y Sudamérica. Antes hizo de corresponsal para medios estatales en Sudáfrica. Comenzó de periodista en Tarragona. 

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