Excesivamente caprichosos

Nuestra sociedad actual, con-sumista y bañada en un bien-estar no siempre ganado a pul-so, no entiende de esfuerzos y mucho menos de sacrificios

05 diciembre 2020 12:20 | Actualizado a 12 diciembre 2020 21:41
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Ante los que reclaman «el derecho a disfrutar de la Navidad», que son legión, además de preguntarles por la fe cristiana que les anima (y descubrir que en la mayoría no hay fe ni sentido religioso alguno) les preguntaría también si desean que el próximo año volvieran a celebrar la Navidad habiendo fallecido uno de sus seres más queridos, tras ejercer el supuesto derecho a disfrutar de estas fiestas. Porque de lo que se trata no es de celebrar o no unas fiestas, sino de evitar muertes inútiles.

Anda toda España agitada ante la posibilidad de no poder celebrar unas fiestas entrañables, sí, pero que conllevan un peligro trágico. Y es que nuestra sociedad actual, consumista y bañada en un bienestar no siempre ganado a pulso, no entiende de esfuerzos y mucho menos de sacrificios. Vamos, que hay otras maneras de celebrar esta tradición que si en los países nórdicos está identificada con la milenaria costumbre pagana del solsticio de invierno, entre nosotros es de origen claramente religioso. Pero en un país donde hay gente que celebra cada vez más una Primera Comunión laica, se ha desleído la tradición cristiana, como si ser cristiano fuera un anatema, algo maldito. Es el viejo sistema de adaptar la realidad a los intereses acomodaticios de cada cual.

Promuevo un cambio en la celebración de las fiestas navideñas. Una mayor oportunidad de demostrar nuestros afectos con menos exageraciones

Y así vamos con la Navidad. Y no estoy reclamando el imperio de una religiosidad que no es exigible, pero sí que no puede negarse en este caso. Simplemente trato de imponer la sensatez contra esa «vida líquida» que intenta arrasar con todo y con todos. Una sensatez que permite -creo- preguntarse si por una vez la Navidad no puede celebrarse de una forma simplificada, sin dejar de querer a los padres, a los hijos, a los nietos y a todos los que amamos noblemente. Me parece que sí y, lo que es más, que no pasaría absolutamente nada porque eso no borraría los sentimientos que hemos tejido entre todos, sino que los potenciaría, a menos de que esos sentimientos sean tan débiles que son resisten el viento de una sensata norma contra la propagación de un virus mortal. Parte de la culpa de este absurdo debate navideño ha sido el anuncio de haber encontrado varias vacunas contra la Covid. Nadie se ha vacunado aún, pero parece que una legión de ciudadanos se da por vacunado e inmune y que las incomodidades causadas por el peligro de contagio y peligro de muerte son ya agua pasada. Y sin embargo, seguimos como hace meses, con la amenaza de que cualquier persona contagiada sin saberlo, haya cocinado nuestros alimentos sin mascarilla y sin gorro. Algunos cocineros de nuestros restaurantes pecan de lo mismo e incluso llevan abundante barba, cosa insólita en una cocina con garantías higiénicas. Si los humanos perdemos cien cabellos al día, un buen puñado puede ir al puchero si no cubrimos la cabeza. Por otra parte, seguimos acercándonos sin medida los unos a los otros y luego cargamos sobre nuestras autoridades todas las desdichas y muerte que causa la Covid.

Y si repito en este escrito varias veces la palabra muerte es porque lo hago con toda intención, porque de eso se trata, de evitar una muerte innecesaria, la propia, la de nuestros seres queridos y la de los demás.

Bien, quisiera aclarar que diciendo lo que he dicho no soy un tradicionalista acérrimo, sino más bien un iconoclasta, pues promuevo un cambio en la celebración de las fiestas navideñas. Una mayor oportunidad de demostrar nuestros afectos con menos exageraciones.

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