Flores para Oswiecim

Auschwitz es el nombre germanizado de Oswiecim, un símbolo del holocausto

19 mayo 2017 23:39 | Actualizado a 22 mayo 2017 11:31
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Oswiecim es una población del suroeste de Polonia, a 60 kilómetros de Cracovia, cuyo nombre quizás diga poco al lector. Pero se le hará en seguida la luz si utilizamos el nombre germanizado, Auschwitz, es decir, el campo de concentración más conocido del mundo. Un lugar de martirio y exterminio donde durante la Segunda Guerra Mundial murieron en torno a un millón y medio de personas, en su mayoría judíos.

Hay dos cosas que llaman la atención conforme te vas aproximando a Auschwitz. Una, la vía férrea herrumbrosa y en desuso que transcurre en paralelo a la carretera, hasta penetrar en el recinto por la llamada Puerta de la Muerte, por donde entraban los trenes cargados de deportados. Y dos, el letrero colgado sobre otra puerta que reza ‘Arbeit macht frei’ (’El trabajo hace libre’), un texto cínico porque contrariamente, el trabajo, llevado hasta la extenuación en Auschwitz, era utilizado como método de exterminio.

Una vez en el interior, uno camina sobrecogido por las impresionantes escenas que se suceden a su paso: toneladas de cabello humano que los nazis cortaban a los reclusos antes de meterlos en las cámaras de gas, para luego venderlo a las fábricas textiles; montañas de maletas, muchas de ellas con el nombre y dirección de sus propietarios; decenas de miles de zapatos de deportados amontonados; otras tantas de cubiertos; miles de gafas y de otros objetos como peines, cepillos y brochas de afeitar, que hacen pensar al visitante inexorablemente en sus propietarios; y centenares de latas de Ziklon B, el cianuro que utilizaban los nazis en las cámaras de gas para el exterminio masivo de los prisioneros. También llaman la atención las dobles hileras de letrinas, largas, situadas en paralelo entre sí para humillar y hundir la dignidad de sus usuarios, que se veían entre sí.

Auschwitz es una de las mayores vulneraciones de los derechos humanos del siglo XX. Y se ha convertido en el símbolo del holocausto, y en un monumento para no olvidar. Su visita es un antídoto contra el odio, la intolerancia y la discriminación racial. Y por suerte, este campo de concentración recibe millón y medio de visitantes cada año. Todos tendríamos que ir a Auschwitz al menos una vez en nuestra vida, para aprender lo que no debe hacer nunca el ser humano. Y una buena propuesta sería recorrer el recinto sin prisas, pensando, reflexionando. Dejar un ramo de flores en el Paredón de la Muerte en memoria de los que allí murieron. Y al volver explicar la experiencia para que cosas como ésta no vuelvan a ocurrir.

Hoy se cumplen setenta años de la liberación de Auschwitz por el ejército soviético. Coincidiendo con la efeméride, el viernes pasado se estrenó en nuestros cines La conspiración del silencio, una película alemana que relata el juicio que en los años sesenta se celebró en Fráncfort contra algunos responsables de Auschiwtz. Es interesante y singular. Interesante porque su director, Giulio Ricciarelli, nos muestra la división de la sociedad alemana de la época entre los que –en palabras de Gerhard Wiese, uno de los fiscales que llevaron el caso– deseaban olvidar y preocuparse solo por la comida, la calefacción o el trabajo, y quienes tenían interés en saber lo ocurrido, precisamente para que no volviera a suceder. Y la película es singular porque no es habitual en los alemanes hacer películas sobre la tragedia mundial que ellos provocaron.

Sirvan estas líneas en recuerdo de las víctimas de Auschwitz. Y, sobre todo, como muestra de gratitud hacia ellos, pues –al menos en la Europa occidental– el horror de su tragedia vacunó a las siguientes generaciones para no repetir semejante salvada. Y prueba de ello es que en esta parte del mundo tenemos el impagable privilegio de haber pasado setenta años sin guerras, algo de lo que no pudieron presumir, ni gozar, nuestros antepasados.

Pero ya se sabe, el ser humano es capaz de todo, de lo mejor y de lo peor. Basta con ponerlo en situación.

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