Ha muerto Karímov

Los nuevos estados no son fáciles. Muchas veces están precedidos de la sangre y el llanto

19 mayo 2017 18:09 | Actualizado a 21 mayo 2017 15:11
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Hace unos días ha fallecido Islam Karímov. Seguramente a la mayoría de ustedes el nombre les resultará desconocido o al menos indiferente. Karímov lo fue todo para Uzbekistán, un Estado relativamente desconocido de Asia Central. Era un sobreviviente político. En el año 1989 fue nombrado secretario del Partido Comunista de Uzbekistán, el 24 de marzo de 1990 fue designado presidente de la República Socialista Soviética de Uzbekistán, el 1 de septiembre del año siguiente declaró la independencia y convirtió a la República soviética en un nuevo Estado. El 2 de septiembre del 2016 murió siendo todavía presidente.

La prensa internacional no ahorra calificativos negativos de Karímov, que como en las verdaderas tragedias también tiene un sello familiar. Hace unos años una de sus hijas (Gulnara Karímova) que había alcanzado cierta popularidad en nuestro país fue detenida por su propio padre acusada de corrupción.

El otro día el director del Diari comentaba mi supuesta afición por visitar los Estados inexistentes. Quizás igual de interesantes son los Estados recién nacidos, especialmente los que no surgen de la descolonización, sino de la desmembración de los Imperios o de la imposición de uno de los diversos grupos que habitan en un determinado territorio.

Los nuevos Estados necesitan una historia y un origen aunque esa búsqueda suponga en el fondo un salto en el vacío como si nada hubiera ocurrido entre el origen y la actualidad; y niegan todo lo sucedido en el período intermedio, aunque éste abarque cientos de años. Los nuevos Estados buscan en las cenizas del oscuro y lejano pasado con la pasión de un arqueólogo y sacan de los rescoldos un mito y en algunos casos hasta se lo inventan. Los nuevos Estados necesitan también de un hechicero que tenga el poder de embaucar a la gente en la búsqueda de una fantasía. En Uzbekistán, el mito es Tamorlán y el hechicero lo fue Karímov.

Tamorlán, otro personaje histórico poco conocido por nosotros que vivió en el siglo XIV, creó como Karímov un mito alrededor suyo (se decía sucesor del mismo Gengis Khan) y fundó uno de los Estados más potentes del mundo entonces conocido. Tamorlán fue un sanguinario que deja atrás a los integrantes del denominado Estado islámico y que en cierta forma les recuerda.

A veces una anécdota es más útil que una larga explicación. Déjenme que les cuente una sobre un Corán (el de Osmán, el más antiguo del mundo), sobre unos soldados y un museo.

Este Corán, manchado con la sangre del tercer Califa, cuyo asesinato provocó a su vez la muerte de Alí y la división del Islán, es en sí un mito, que una vez más nos demuestra el inmenso poder destructivo de los mitos y el peligro de que sirvan como fundamento de las ideologías. Tamorlán se lo llevó a Tashkent (la capital del ahora Uzbekistán) para luego ser arrebatado por los rusos cuando tomaron la ciudad en 1868 y ser devuelto por Lenin en 1924 como un gesto de buena voluntad.

Un día, al intentar localizarlo, me encontré con el ejército y con un museo, uno de esos museos que todo nuevo Estado necesita para reivindicar su pasado y su mito. Los soldados estaban formados en el exterior, el oficial les dio una orden y todos (y yo con ellos) entraron en grupo en el edificio.

En su interior, en el segundo piso, hay una placa en uzbeco y en inglés que traduzco al español: “Si alguien quiere comprender quienes son los uzbecos, si alguien quiere comprender todo el poder, la fuerza, la justicia, las habilidades ilimitadas de los uzbecos, su contribución al desarrollo global, su creencia en el futuro, debe recordar la imagen de Amir Temur” “KARIMOV I.A.” Para nosotros se trata de Tamorlán. Mi pelotón estaba en un ejercicio más, un ejercicio tan obligatorio como aprender a disparar, un ejercicio de esa historia en parte inventada que tanto necesitan los nuevos Estados.

Pero el museo nos guardaba alguna otra sorpresa que viene a demostrar el infantilismo en que pueden llegar a caer los nuevos Estados. En la planta inferior se encuentran los regalos que han hecho otros países a Uzbekistán o a su Presidente, que parece ser lo mismo. Está Francia, Alemania, Inglaterra…El regalo de España es una simple guía histórico artística para el visitante del “Alcázar de Segovia” de un tal José Miguel Merino de Cáceres, que no vale más de cinco euros. “ Qué significa el título?”, me preguntó intrigado mi ocasional acompañante uzbeco; “Alcazar” es un castillo; y Segovia” es una población“, le contesté por decir algo.

Los nuevos Estados no son fáciles. Muchas veces, como todo nacimiento, están precedidos de la sangre y el llanto; otras de la dolorosa separación de los grupos sociales. La manía y a su vez la necesidad de los nuevos Estados de construir su leyenda les hace olvidar la realidad, que también expresaba el viajero Tubrón cuando tiene en su manos el Corán del Califa Osmán: “no había ninguna ilustración, nada exquisito, sino que era fuerte y utilitario, con la belleza de las cosas primitivas … Participaba de la dureza de la historia, no de los bordados de la fe”.

Los Estados inexistentes, como los nuevos Estados, suelen ser encantadores, muestran al visitante su cara más amable, como si no pasara nada, como si el debate sobre su existencia fuera un simple juego de niños traviesos. Tienen siempre algo de infantil, de falso y de cartón piedra.

Serían realmente encantadores si no jugarán peligrosamente con los bordados de la fe y no se encontraran la mayoría de las veces con la dureza de la historia que representan los tiempos de Osmán y también los nuestros.

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