Hablaréis de mí

En 'Relatos salvajes' se producen turbadoras similitudes con el siniestro del vuelo

19 mayo 2017 23:07 | Actualizado a 22 mayo 2017 21:19
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Me encuentro en Los Rodeos, en el pasillo de la fila 24 de un Airbus A-320, pensando en qué escribir por no angustiarme durante las tres horas de vuelo. De tanto darle vueltas, me han venido a la cabeza las rotondas de los accesos a la estación del AVE de Tarragona. Cuando mi hija vio por primera vez las potentes luces de las obras, exclamó: ¡Encuentros en la Tercera fase!.

Y es que aquellos reflectores en medio de los avellanos, trabajaban día y noche, recordaban a esa escena magistral en la que unos humanos consiguen comunicarse con seres de otro mundo convirtiendo en notas musicales los respectivos lenguajes.

Yo no sé qué pasa en las rotondas, la gente pierde la chaveta como sucede cuando una idea circula en a cabeza sin encontrar una salida. En esas circunvoluciones no funciona la regla de la F-1, ‘Coche alcanzado, Coche superado’, y si no le has sacado diez cuerpos al adelantado se te mete por la cuerda jugándose la vida.

Dice el piloto que entramos en pista cuando me viene una anécdota que me sucedió en la última rotonda y recuerda a otra película de Steven Spielberg. Las rotondas del AVE las construyeron en un tiempo record con rocalla, gravilla blanca y traviesas, pero al igual que los jardineros plantaron toda clase de arbustos, se marcharon y no regresaron a cuidarlas durante mucho tiempo.

Yendo hacia casa una noche oscura, tras la larga recta, descubrí una misteriosa luz blanca entre unas plantas que crecían salvajes a sus anchas. Di varias vueltas esperando a que saliera un alienígena pidiéndome un teléfono, hasta que comprendí que se trataba de un accidente de tráfico de los muchos que sucedieron ante la pasividad de las autoridades.

Salí del vehículo, penetré en el jardín y allí estaban dos viejecitas malheridas.

Hablarán de mí, es lo que le dijo el copiloto Andreas Lubitz a su novia poco antes de estrellar un avión como este, con ciento cincuenta pasajeros. Andreas tenía delante de sí un sistema infalible con puerta blindada anti-terrorista, pero no hay ningún sistema anti-hombre, de modo que Andreas era el único que pilotaba la nave.

La depresión es una enfermedad del desarrollo y hay una triste ley que demuestra que cuanto más civilizado es un lugar, Dinamarca, Alemania o EEUU, más bipolares hay dentro. El riesgo de que un hombre, blanco, entre 20 y 29 años, sin antecedentes penales, tome la decisión de matarse y llevarte por delante, aumenta a medida que la opción pedagógica es, winner o loser.

Pareciera que la esfera (Universo) se haya trasladado hacia el punto intermedio del círculo (Hombre). Que el miedo milenario al temor exógeno de que el cielo caiga sobre nuestras cabezas -cometa, guerra nuclear, salida de órbita, concatenación de volcanes o ataque alienígena- se esté transformando en un temor endógeno al centro de la diana, a que el desequilibrio mental sea la causa del final de los tiempos.

Los grandes hombres no abandonan este mundo dejando el mensaje de que no te ha interesado la aventura de la vida. Al revés, brillan como estrellas fugaces en su último destello. Abderramán III escribió a los 72 años que había contado los días en que fue feliz, y le salieron 14. Groucho pide en su lápida perdón a las señoras por no levantarse; la carta de suicidio de César Pavesse, rogaba que no cotillearan, y la última pregunta en el lecho de muerte de una conocida científica al ver tanta gente -no tengo Internet-, fue: ¿Es mi aniversario o me estoy muriendo?

Andreas, esta ya no es tu casa. Las coronas de flores se colocan en las tumbas para que el espíritu se pierda dando vueltas si pretende la osadía de intentar regresar. No ha muerto por la gloria, sino por el sueño de la gloria entre el momento en que tomó la decisión y la llevó a cabo; y ni siquiera se le puede juzgar porque los muertos y los locos no son responsables.

Hay una película argentina en la que se producen turbadoras similitudes con el siniestro del vuelo Barcelona-Dusseldorf. Un suicida reúne en un avión a todos los conocidos que le han arruinado la vida, se encierra en la cabina y, para vengarse, lo estrella contra el jardín de sus padres. Y es que los de Andreas nunca dejarán de preguntarse que hicieron mal para haberlos deshonrado dejando escrito su nombre con sangre de desconocidos.

Nunca averiguará si ha entrado en la Historia como un asesino en masa -más de cuatro víctimas indiscriminadas en un solo lugar y sin periodo de enfriamiento-, o como un desgraciado que no supo volar. No hay notas musicales que permitan comunicar a Andreas que los pasajeros han vuelto a aplaudir al aterrizar los aviones.

Somos capaces de existir en medio de incertidumbres, misterios y dudas siempre que no demos demasiadas vueltas a la rotonda. Esto de matar para trascender -yo conozco a varios-, sólo es fruto de la mala educación. Andreas no tuvo nada que decir a la caja negra durante los últimos ocho minutos de su vida. Yo prefiero el epitafio de John Keats que falleció por causas naturales a la edad de Andreas (27), y que abría primera página en la revista de Vueling: ‘El hombre cuyo nombre quedó escrito en el agua’.

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