Jamón, jamón

Hay días en los que me rindo antes de cenar. Entro en la cocina como la señora concienciada dietéticamente que soy, dispuesta a preparar una cena en diminutivo (una pechuguita a la plancha, una verdurita salteada) hasta que me percato de que no me quedan fuerzas ni para poner una sartén al fuego. Entonces llegan a mis oídos los cantos de sirena de la pizza congelada, y sucumbo al poder de los carbohidratos y a la rapidez del microondas, por lo que acabo la noche en modo superlativo: gordísima y culpabilísima.

Para ser aún más consciente de lo que hago mal, el Ministerio de Consumo tiene previsto adoptar NutriScore, un sistema europeo de clasificación de alimentos en función de su calidad nutricional. El problema es que el algoritmo se equivoca más que el de Netflix, y demoniza tanto al aceite de oliva como al jamón ibérico. Ante tal disparate, han decidido quitar al aceite de la tabla hasta que esta no sea capaz de reflejar sus beneficios, pero el jamón sigue al final de la calificación. Que no sé yo cuáles serán sus propiedades nutricionales pero las otras, las organolépticas, las que dan gustico en la nariz y en el paladar, sí las conozco.

También sé que un jamón nunca molesta: cuando llega a casa, es capaz de permanecer solito sobre la encimera, sin protestar, dispuesto a ser enseñado con orgullo a las visitas, a ser masacrado por nuestro pulso tembloroso, y a ser devorado por nuestro apetito insaciable. Y así estuvo el último, soportando nuestras acometidas con resignación cristiana, hasta que se nos acabó: sus restos permanecieron durante tres días en la capilla ardiente de la cocina, y el lunes le hicimos un funeral de hueso presente. Ojalá entre otro jamón por la puerta y convierta este marzo en Navidad.