Jugando al despiste

La llave que ha cerrado el paso a un gobierno transversal ha sido el miedo

19 mayo 2017 18:18 | Actualizado a 21 mayo 2017 15:05
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Las historias de contrabandistas han constituido históricamente un género clásico en las regiones fronterizas. Aún recuerdo un viejo relato que escuché viviendo en Donosti, cuando la desembocadura del Bidasoa todavía marcaba la línea del frente para aquel gremio casi extinto.

Hace medio siglo vivía en Irún un vecino, entrado ya en años, que tenía la costumbre de cruzar prácticamente a diario los puentes que unen esta ciudad guipuzcoana y la localidad vascofrancesa de Hendaya. El tipo se había convertido en un viejo conocido de los agentes que vigilaban la aduana, quienes le sometían regularmente a registros tan exhaustivos como infructuosos. Unos días cruzaba la frontera por el puente de Santiago y volvía por el de Endarlaza, otros al revés… Algunas veces lo hacía a pie, otras en bicicleta… Eso sí, siempre llevaba consigo un misterioso saquito de tela anudado con una pequeña cinta, relleno con lo que parecía ser arena de playa.

Pese a los infructuosos intentos de sus predecesores, un joven guardia civil recién llegado se propuso resolver el enigma. Allí había gato encerrado. El agente vaciaba cada día el pequeño saco con delicadeza sobre el escritorio del puesto fronterizo, escudriñando cuidadosamente su contenido en busca de oro en polvo, pequeños brillantes… Incluso envió muestras de la arena al laboratorio para saber si estaba impregnada de droga. Nada de nada. Fueron muchas las noches que pasó en vela intentando adivinar qué escondía la maldita bolsa de aquel irundarra, tan afable en el trato como opaco en sus propósitos, que aparecía diariamente frente a su garita caminando o en bicicleta.

Transcurrieron los años hasta que un día, sin previo aviso, el avejentado paseante dejó de cruzar los puentes del Bidasoa. Meses más tarde, ambos personajes se encontraron casualmente por la calle, y el guardia civil no pudo reprimir tantos años de obsesiva incertidumbre: «No lo soporto más. Necesito saberlo. Dígame qué pasaba por la frontera y le juro por mi honor que no le ocurrirá nada. ¡Pero dígamelo!». Fue entonces cuando aquel anciano se acercó al oído del policía para susurrarle que, durante décadas y en sus mismas narices, se había dedicado al contrabando de… bicicletas.

Esta historia nos enseña dos valiosas lecciones. En primer lugar, siempre hay que prestar atención a los detalles: aunque nuestro protagonista utilizaba puentes distintos para cruzar la frontera, ya fuese pedaleando o caminando (a veces para llevar mercancía y otras para despistar) los guardias podían haber detectado que el número de ocasiones en que utilizaba uno y otro medio de transporte no eran iguales en cada sentido. La segunda moraleja es que no debemos obcecarnos con lo que se nos muestra en primer plano, pues cabe la posibilidad de que se trate de un ardid para distraernos de lo verdaderamente relevante.

Durante la actual legislatura y su precedente hemos asistido a dos cambalaches parlamentarios abocados al fracaso. Ciudadanos y PSOE alcanzaron en primavera un pacto que fue contundentemente bloqueado por el PP, impidiendo así la investidura de Pedro Sánchez. Esta semana Rivera ha decidido echarse en brazos de Rajoy, un previsible romance (más bien un incesto) que también ha resultado estéril por el voto negativo de los despechados socialistas. No creo que hayamos perdido nada especialmente valioso, ni entonces ni ahora, pues lo verdaderamente relevante para la gobernabilidad de un país no es el simple nombramiento de un jefe del ejecutivo, sino la elección de un presidente que pueda gobernar en la práctica, un horizonte imposible con un parlamento mayoritariamente contrario al eventual ejecutivo en uno y otro caso. Dados los resultados de diciembre y junio, la única posibilidad de lograr un gobierno estable pasaba por el acuerdo de PP y PSOE, una perspectiva que jamás ha estado encima de la mesa.

Por un lado, los socialistas descartaron tajantemente una Große Koalition puesto que habría significado entregar a Podemos el liderazgo de la oposición a la derecha, arruinando así las perspectivas electorales de Ferraz para las próximas décadas. Por su parte, los dirigentes del PP tampoco se desmelenaron en sus cortejos a Sánchez, conscientes de que la actual dinámica acelera el regreso masivo de votantes que en su día marcharon a Ciudadanos. El otrora deslumbrante partido de Albert Rivera se desinfla elección tras elección, patada tras patada, como un carísimo balón pinchado.

Es razonable sospechar, por tanto, que el factor que ha inspirado los recurrentes sainetes en la Carrera de San Jerónimo no ha sido la dificultad para pactar un programa de gobierno, ni el deber de cumplir los compromisos electorales, ni siquiera el deseo de permanecer fiel a los deseos de la militancia. En mi opinión, la llave que ha cerrado el paso a un gobierno transversal ha sido el miedo. Efectivamente, el pavor de los dos grandes partidos a las fuerzas emergentes ha favorecido el actual bloqueo, con un PSOE aterrado ante la posibilidad de ser suplantado por Podemos, y con un PP dispuesto a forzar la maquinaria institucional hasta límites intolerables para deshacerse gradualmente de la competencia liberal.

Parece evidente que Rajoy y Sánchez pretenden hacernos creer que en su saquito de tela llevan principios irrenunciables, incompatibilidades programáticas y líneas rojas ideológicas. Si damos un paso atrás y levantamos la mirada, quizás contemplemos a dos líderes temblando ante la posibilidad de que sus partidos pierdan una hegemonía que siempre han considerado propia por derecho divino. Lamentablemente, el penoso espectáculo que han ofrecido con sus bloqueos respectivos está logrando su objetivo, y son muchos los españoles que ya añoran el viejo bipartidismo. A este paso acabarán convenciéndonos de que el problema no es su incapacidad para llegar a acuerdos, sino nuestra obstinación en votar mal. El pasado se acerca a toda prisa.

 

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