Cuando aquí se nos hace un nudo en la garganta al recordar los atentados de Barcelona y Cambrils, que mañana hará cuatro años que causaron la muerte de 16 personas y afectaron a una larga lista de más de 300 víctimas entre heridos y familiares, en Kabul, el regreso de los talibanes a la capital de Afganistán veinte años después vuelve a sembrar el pánico entre sus habitantes, especialmente las mujeres y niñas conscientes de que en apenas unas horas, pueden esfumarse dos décadas de duro trabajo para garantizar sus derechos. A la memoria vienen, entre otras, las escenas de lapidaciones públicas en estadios deportivos a mujeres acusadas de adulterio, de bodas forzadas, violaciones, asesinatos, del burka y de todo tipo de prohibiciones a las mujeres como estudiar, trabajar o salir a la calle solas.
Lo que se avecina da miedo. Ya hay quien apunta a una crisis de refugiados sin precedentes y ya veremos si la exportación del terror más allá de las fronteras de Oriente Medio, como sucedió con Irak cuando Estado Islámico llegó a controlar una parte.
De momento me quedo con el horror y las lágrimas de una joven que entre sollozos asegura: «no le importamos a nadie, moriremos lentamente en la Historia». No sé qué se puede hacer para detener tanto sufrimiento. La solución no es fácil; es evidente. Pero el abandono seguro que no puede serlo.