La 'Flauta Mágica'

La representación en el Liceo hubiera merecido por parte de Mozart un arrebato incendiario

19 mayo 2017 18:34 | Actualizado a 21 mayo 2017 16:45
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Es posible que mis estimados lectores acudan con interés a la lectura de este espacio, al observar el encabezamiento del mismo. Hoy mi opinión no va referida al atribulado presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, en busca del flautista de Hamelin, cuando en esa ciudad alemana apareció un desconocido que ofreció sus servicios a sus habitantes, por los que a cambio de una recompensa, les libraría de todas las ratas que infestaban la población y, con el sonido de su flauta mágica, consiguió que todas las ratas se dirigieran a un río, en donde todas perecieron ahogadas. Pero la prometida recompensa por ello no llegó y el flautista, en venganza, acudió al pueblo cuando sus habitantes estaban reunidos en la iglesia y tocó de nuevo su flauta y esta vez fueron todos los niños, que sumaban ciento treinta, los que abandonando el pueblo al compás de la flauta, se dirigieron a una cueva y nunca más se les volvió a ver.

Y contada la leyenda, esta vez mi comentario no va dirigido a la política, sino a la cultura. Me refiero a La Flauta Mágica de Wolfgang Amadeus Mozart, nacido en Salzburgo en 1756 y fallecido a la temprana edad de 35 años, en Viena, considerado uno de los músicos más destacados e influyentes de la época. Beethoven escribió sus primeras composiciones a la sombra de Mozart, de quien Joseph Haydn escribió que «la posteridad no verá tal talento otra vez en cien años». Por todo ello resulta indiscutible que la obra de Mozart merece, además de admiración, respeto. Pues bien, parece ser que los dirigentes del Gran Teatro del Liceo de Barcelona no lo entienden así. La Flauta Mágica (Die Zauberflöte) es la última ópera de Mozart y se estrenó en Viena en 1791, pocos meses antes de su muerte. Se trata de una obra que recoge diversos elementos de la música operística de la época y los fusiona en una unidad dramática y musical, cargada de significaciones simbólicas, que constituirá un modelo para la ópera romántica alemana.

He tenido la oportunidad de asistir en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona a una de las representaciones que actualmente se están celebrando y mi disgusto, al contemplar la misma, no ha podido ser mayor. Tanto ha sido así que, al terminar el primer acto, abandoné la sala, como hicieron también otros espectadores. Los mínimos aplausos pusieron claramente de manifiesto la poca calidad de la representación.

Aquello no era ópera, como mucho, llegaría al nivel de espectáculo, con canto y música calificables de aceptables y escenografía de lo más mediocre. No hizo falta escenario, pues bastaba una pantalla en la que se proyectaban extraños garabatos y en la que se abrían y cerraban puertas, por las que aparecían los artistas, con inadecuadas vestimentas. No se entendía a que venía la presentación de un plano, con dibujos técnicos, en los que aparecían siluetas de vehículos actuales. Aunque la obra se integra plenamente en la simbología masónica, tiene un sentido mucho más general y el plano referido no tiene, en mi opinión, ninguna razón de ser.

Nada tiene que ver la representación actual del Liceo barcelonés con aquellas magníficas interpretaciones de septiembre de 1983, en el Teatro Nacional de Munich, bajo la impecable dirección de Wolfgang Sawallisch. La representación en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona, con toda probabilidad, hubiera merecido por parte de Mozart un arrebato incendiario.

Parece que los dirigentes del Gran Teatro del Liceo barcelonés no entienden que la ópera clásica es la que es y, para extrañas innovaciones, ya existen las óperas modernas, por supuesto, para los que les gusten.

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