La boda de mi peor ministro

Wert deja una lección canónica: los mejores no necesariamente son los mejores en política

19 mayo 2017 22:18 | Actualizado a 22 mayo 2017 14:40
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A pocas horas de la boda de Wert con la chica millonaria del Gobierno para seguirla a París, se cruzaban apuestas: ¿Habría en esta boda más futuros presidiarios que en la ceremonia de los Aznar en El Escorial? De momento meter al Gobierno -con el presidente dentro de la lista de invitados- en un viejo aprisco de ganado, parecía todo un anticipo de poder acabar en el matadero. Claro que no será fácil igualar lo de Correa, Bigotes, Bárcenas, Rato, Berlusconi, Ana Mato, Blesa y otra docena, pero nada es imposible. La decisión de casarse en una finca sin licencia, con orden judicial de ‘cese de actividad’, ya es un buen principio.

Wert ha llegado a ser, como ocurre a menudo en política, una caricatura abonada por él mismo. No hay Gobierno sin su pararrayos, aunque con variantes, desde Sancho Rof, el ministro de la colza, aquel de «un bichito tan pequeño que, si se cae de la mesa, se mata»; Morán en el felipismo, un intelectual al que le encajaban todos los chistes del acervo; Celia, que hizo parecer sobrio el estereotipo de la mari; a Bibiana ‘miembros y miembras’ Aído, cuyo currículum parecía escrito por un monologuista del Club de la Comedia. En este Gabinete, contra pronóstico, Wert ha servido de cortafuegos. Cualquiera habría apostado por las pijadas de Mato, las excentricidades de meapilas del titular de Interior o por esa variante de Mr.Burns de Los Simpsons que es Montoro, pero ha sido el independiente fichado para dar lustre al Gabinete. Mientras Wert se veía como ‘el rey del mambo’, en los sondeos saltaban las alarmas nivel defcon 2. Por los cenáculos de Madrid se cuenta que nunca superó la perplejidad de creerse el mejor y puntuar el peor. Este tipo con gestos de Charles Foster Kane, Premio Extraordinario Fin de Carrera que habla seis idiomas, en el CIS solo acumula suspensos.

Contra el lamento nacional recurrente de que los mejores no se dedican a la política, Wert deja una lección canónica: ‘los mejores no necesariamente son los mejores en política’. Su serie en los barómetros es de traca, siempre bajo el 2, con el baldón del farolillo rojo tatuado. Todos sus títulos y matrículas de honor, su largo currículum como sociólogo experto en interpretación de la realidad social, no han bastado. Nunca entendió la realidad social desde la torre de marfil de la soberbia, ni ha sabido conectar con la opinión pública. Miraba al país con desdén, a la comunidad educativa como escoria hostil; y sus colaboradores se desesperaban al ver que pretendía legislar un asunto de Estado encerrado en el despacho con su nueva mujer. En el Ministerio les llamaban ‘la parejita’; temidos como Bonnie&Clyde. Él, sobrado, y ella, déspota y rica, vieron como al fin la marea verde acabó por sumergir su credibilidad. Ahora se aferran al ¡Siempre nos quedará París! de Rick en Casablanca; eso sí, a cargo del contribuyente a poder ser.

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