La conversión del Mediterráneo

Nuestra sociedad actual ha puesto fin a un mundo que durante siglos ha permanecido inalterado

04 julio 2017 10:01 | Actualizado a 04 julio 2017 10:03
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El otro día tuvimos tertulia en el Forn del Senyor. El invitado era el historiador Joaquín Ruíz de Arbulo y el tema de conversación era previsiblemente su especialidad. Sin embargo, o precisamente por este motivo, nuestro invitado no planteó temas del pasado sino del presente y, por lo tanto, del futuro. Algo parecido ocurrió con Eudald Carbonell, que en vez de remontarnos a los inicios de la Humanidad nos situó al borde del abismo de los tiempos venideros.

Las tertulias del Forn forman parte de esa cultura que no se escribe sino que se relata, más del círculo de los cuentos que de las novelas o de los artículos. Forma parte de la misma cultura que llevaba a los seres humanos a conversar al lado del fuego y a contar las historias de los ancestros para que quedasen en la memoria de los hombres y no en textos escritos. 

Nuestro invitado propuso muchos temas y sugirió otros muchos. Cada uno de los presentes seguramente hizo su propia selección que quedará en su recuerdo de una noche más y de una noche menos de su existencia. Por una vez me atrevo a romper el secreto que exige la conversación entre amigos y a compartir con ustedes dos de las reflexiones de nuestro invitado, siempre que no me pidan la fidelidad de un notario, sino la constancia e imaginación de un escritor, es decir, siempre que no les importe tanto lo que se dijo como lo que ustedes supongan que se dijo, en el fondo que no les importe tanto la verdad de los hechos como sus propias conclusiones.

Joaquín, riojano de nacimiento, contrapuso la cultura de los habitantes del norte a la cultura de los del sur de Europa. Los del norte tienen prisa, corren, simplemente porque tienen frío; los del sur, los del Mediterráneo, tienen tiempo para pararse y conversar, simplemente porque aquí, en nuestras tierras, hace calor y no hace falta correr para esconderse en el interior de las casas y protegerse de un mundo adverso. 

Es fácil dar un paso más y deducir que ese sur tiene mucho que enseñar al norte, que pararse (y conversar) es radicalmente más valioso que no hacerlo. Es fácil dar otro paso y deducir que frente al concepto de ‘estar en el sur de Europa’, que marcaría una frontera frente a lo que está fuera; hay una concepción totalmente distinta que situaría el Mediterráneo ‘en el centro de un universo común’. Para Roma el Mediterráneo es su mar interior, un mar que une y no separa como en la actualidad; mientras que los bárbaros están en los límites del Imperio, más allá de la muralla de Adriano, del Rin o de los puentes de Trajano en el Danubio. Los enemigos de Roma, que un día acabaran con ella (al menos militarmente) son los del norte y los del este, porque en el sur, el Sahara nos separa de África.

Una segunda reflexión de nuestro invitado no versó nuevamente sobre el pasado sino sobre nuestro presente y, por lo tanto, sobre nuestro futuro. Joaquín confiesa que nuestra sociedad actual ha puesto fin a un mundo que durante siglos y siglos ha permanecido inalterado. Generación tras generación se han repetido pautas, comportamientos, ideas, se ha conversado sobre lo mismo. Hoy hasta la conversación, al menos tal como la hemos entendido, ha desaparecido, para ser mutada en algo muy distinto que nos ha convertido en peligrosamente dependientes de un aparato. Hoy, dice el invitado, el alumno no es capaz de exponer en público, y sin embargo, es un adicto a la escritura en un móvil.

¿Estamos ante una nueva época?, nos preguntamos. ¿Ante un nuevo salto evolutivo?. Nosotros no lo sabremos, igual que no lo supieron los últimos romanos que vivieron en el tránsito de la Edad Antigua a la Media; o los pobres bizantinos que con la caída de su ciudad pusieron fin a un imperio y a una época; o los franceses que contemplaron que unos cuantos amotinados liberaban a unos desgraciados que estaban en una prisión prácticamente abandonada. Corresponderá a nuestros sucesores valorar si nuestros cambios son tan importantes que merecen un punto y aparte. Aunque todos sabemos que los límites históricos son siempre conceptuales y que pasar de una época a otra tiene para el sujeto concreto que la vive menos trascendencia que ir a pescar al río.

En una vitrina del lugar en que nuestro invitado nos incita a pensar nos contemplan los tomos de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, escritos al final de una época y que seguramente marcaron las razones para romper con el Antiguo Régimen. Hay texto y sobre todo imágenes. El texto es el de un nuevo pensamiento que acabará imponiéndose y del que todavía bebemos, pues nuestras ideas sobre la libertad, la religión o la propia política están en esas páginas. Pero quizás más importante que el texto de la Enciclopedia son las llamadas planchas, una fotografía de un mundo que estaba a punto de saltar por los aires, de un mundo que no iba a volver nunca más. Verlas es desenterrar un pasado perdido y desaparecido.

Quizás ha llegado el momento en que tengamos que poner fin, igual que hicieron los hombres de la Ilustración, a una época y empezar otra en todos los sentidos. No será el libro la imagen de ese fin y de nuestro tiempo, como lo fue la Enciclopedia para el suyo, sino algo muy distinto y posiblemente más mecánico.  

Que sepamos enterrar lo que no sirve y salvar lo útil, como nuestro Mediterráneo o la experiencia vital de la conversación ‘en vivo’, que aprendamos de las enseñanzas de la Historia, debería ser nuestro reto.

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