La desinformación y el virus

Lo que hace especialmente nocivo el fenómeno en los últimos años es su capacidad de hacerse viral

24 mayo 2020 10:25 | Actualizado a 27 mayo 2020 16:35
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La desinformación -lo que hemos popularizado como fake news- no es un fenómeno nuevo. La circulación de bulos o informaciones falsas ha sido tradicionalmente utilizada como estrategia política y comercial. Las consecuencias de la información falsa apuntan a la influencia en resultados electorales, el incremento de la polarización política o la creación de un clima de opinión que genera una sospecha continua hacia fuentes oficiales y periodistas, según la UNESCO.

La Comisión Europea habla de esta erosión de la confianza que daña profundamente la legitimidad democrática, y colateralmente, como hemos comprobado durante la actual crisis sanitaria, la legitimidad científica. Todo ello merma la capacidad de los ciudadanos para tomar decisiones informadas. 

Lo que hace especialmente nocivo el fenómeno en los últimos años es su capacidad de hacerse viral. Las redes sociales y la capacidad de los contenidos de compartirse de forma amplia e indiscriminada han dado un nuevo significado a las fake news. Los usuarios de las redes ya no son consumidores de contenidos, sino que también son prosumidores, es decir, que tienen capacidad de generar su propio contenido y distribuirlo.

Los mensajes falsos, además, cada vez son más sofisticados. La democratización de las herramientas de edición de vídeo y de diseño gráfico permite falsear un número del BOE, por ejemplo, con cierta celeridad y pericia, generando una información falsa que puede provocar equívocos peligrosos para la seguridad pública. 

De hecho, y para ser precisos, debemos distinguir entre «desinformación» -información falsa que se usa como estrategia para sacar rédito político y/o económico- i «misinformation», es decir, información que resulta engañosa o no del todo correcta, pero que no tiene la intencionalidad de engañar. El problema ante todo este ruido es que el ciudadano debe aprender a cribar, a separar el grano de la paja, para no caer en lo que la UNESCO denomina como «desorden informativo». 

Precisamente haciendo referencia a este «desorden», colectivos médicos de todo el mundo alertaban del peligro de una «infodemia» sobre el virus que estaba generando consecuencias fatales en una ciudadanía capaz de creer en la efectividad de determinados medicamentos o curas milagrosas. Especialmente llamativo es el caso de Donald Trump, sugiriendo que la ingesta de lejía o el consumo de una determinada medicación, en absoluto avalada por la comunidad científica, eran remedios eficaces contra el virus. También llama la atención que, en España, en un reciente estudio realizado por la Charlemagne Prize Academy alemana, se compruebe que un 50% de los lectores de noticias online crean que el coronavirus es un arma biológica, pese a los continuos desmentidos a dicho «bulo». 
No obstante, la lucha contra la desinformación no pasa por la limitación de la libertad de expresión, sino en devolver el prestigio al periodista y su función de contrapoder democrático. Y por otra parte, también cabe plantear -como lo hacen iniciativas como First Draft o Que no te la cuelen- una alfabetización mediática en las escuelas que consista no sólo en la adquisición de habilidades en entornos digitales sino también en desarrollar la capacidad para comprender y evaluar de forma crítica las informaciones online, así como producir y compartir de forma responsable contenidos propios. Todos ganamos. 

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