La jauría humana

08 agosto 2021 07:20 | Actualizado a 08 agosto 2021 10:23
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La Coruña, 3 de julio. Samuel trabajaba como auxiliar de enfermería en una residencia de ancianos. Tenía 24 años y colaboraba con la Cruz Roja. También con la comunidad evangélica local, donde su padre ejercía como diácono. Era un gran melómano, tocaba la flauta travesera y estudiaba para convertirse en protésico dental. La madrugada del sábado, a las puertas de un local de copas del paseo marítimo, mantenía una despreocupada videoconferencia en compañía de una amiga, quien sujetaba su teléfono móvil en alto.

Un grupo de energúmenos que se hallaba a poca distancia creyó que la chica les estaba grabando. Pese a los intentos del joven por aclarar la situación, uno de ellos lo agarró por el cuello y lo tiró al suelo sin mediar palabra. El resto de la banda se sumó al altercado con golpes y patadas, al grito de «maricón de mierda». Un ciudadano senegalés que presenciaba el linchamiento, Ibrahima Shakur, intervino en defensa del agredido de forma heroica. Pero la manada era demasiado numerosa y no pudo hacer nada. La paliza duró seis minutos. Tras el ataque, el cuerpo de Samuel quedó tendido sobre la acera, inmóvil, frío y sin vida.

Madrid, 14 de julio. Isaac tenía 18 años y también era aficionado a la música. En este caso, buscaba hacerse un nombre como cantante. Había grabado varios temas con el sello Urbano Récords, alguno de las cuales había logrado ya más de 60.000 reproducciones en Spotify. Pero su vida nunca fue fácil. Era huérfano de padre y tenía reconocida una discapacidad intelectual del 48%. Padecía síndrome de Asperger. El destino le había dado un respiro hacía una semana, cuando empezó a salir con una chica llamada Noa. Sus conocidos destacan que el chaval se desvivía por su madre, una mujer en paro con graves problemas de salud.

La noche del miércoles, el joven salió de su casa para grabar un videoclip, pero pronto comprobó que estaba siendo perseguido por el grupo que le acosaba por su trastorno desde hacía tiempo. Pertenecían a los Dominican Don’t Play, una banda latina que solía merodear por las canchas de baloncesto del barrio. Llamó al amigo con quien había quedado, y éste le aconsejó salir corriendo hacia una parada de metro cercana. Pero la conversación se cortó en seco. Los agresores, que lo perseguían montados en patinetes eléctricos, lo habían alcanzado y apuñalado por la espalda. Una de las cuatro cuchilladas perforó la arteria aorta de Isaac, quien murió desangrado en el oscuro túnel que une los distritos de Retiro y Arganzuela.

Amorebieta, 25 de julio. Álex vivía en Lemoa, una población próxima al cinturón industrial de Bilbao. A la hora de definir su carácter, sus conocidos han repetido adjetivos como agradable, amable, bueno, solidario... La madrugada del domingo acudió con unos amigos al parque botánico Jauregibarria. En el lugar aparecieron varios miembros de los Koala, un grupo violento con un amplio historial de agresiones y robos. Según el Departamento de Interior del Gobierno Vasco, imitan el funcionamiento de las grandes bandas latinas, y acogen a numerosos menores extutelados. De acuerdo con el testimonio de algunos presentes, aquella noche comenzaron a acosar a las chicas de otros grupos e intentaron perpetrar varios hurtos. Ante la creciente tensión que se percibía en el ambiente, Álex intentó calmar los ánimos. Fue entonces cuando la jauría se abalanzó sobre él, pateándole en el suelo, golpeándole con barras de hierro y rompiéndole una botella de cristal en la cabeza. Ha trascendido un vídeo del ataque, registrado con la cámara de un móvil, donde se escucha a otros miembros de la banda: «¡Matadle!». El joven de 23 años perdió el conocimiento y fue rápidamente trasladado en una UVI móvil hasta el Hospital de Cruces en Barakaldo, donde quedó ingresado con traumatismo craneoencefálico y pronóstico grave. En estos momentos se debate entre la vida y la muerte. En el mejor de los casos, saldrá del coma con graves secuelas de carácter permanente.

El mes que acabamos de concluir ha sido testigo de varios episodios de una violencia extrema y con una gran repercusión mediática. Según los responsables de la seguridad pública, los incidentes de este tipo no están aumentando, pero sí lo ha hecho un factor que lógicamente atemoriza a la sociedad en su conjunto: su brutalidad. Aunque se ha pretendido poner apellido a alguna de estas agresiones, el objetivo de estos bárbaros no es definido: un estudiante homosexual que llamaba por teléfono, un chaval con Asperger que iba a grabar una canción, un joven sensato que pretendía poner paz en un tumulto… Los ataques sólo comparten el salvajismo grupal juvenil. Ciertamente, comienza a resultar inquietante que cualquier excusa pueda ser suficiente para perpetrar una violación colectiva o para que una piara de descerebrados te parta la cabeza por la calle.

Indudablemente, nos enfrentamos a un problema de valores, pero también de impunidad. El objetivo de una sociedad sana debe ser inculcar en las nuevas generaciones unos principios universales de convivencia, empatía y tolerancia que conviertan este tipo de episodios en algo impensable para cualquier ciudadano. En este sentido, la meta no debe ser desterrar el odio contra los homosexuales, las mujeres, los sintecho, los inmigrantes o los discapacitados, sino contra nadie. Sin embargo, este objetivo no siempre se logra.

¿De dónde surge este rencor visceral y sanguinario, especialmente entre algunos menores que atacan en manada? Un tema complejo, sin duda, pero mientras los expertos en psicología juvenil se ponen de acuerdo, el aparato público debe intervenir decididamente en defensa de quienes sólo desean vivir en paz, utilizando para ello todas las herramientas y contundencia necesarias para lograrlo. Sin complejos.

Colaborador de Opinió del ‘Diari’ desde hace más de una década, ha publicado numerosos artículos en diversos medios, colabora como tertuliano en Onda Cero Tarragona, y es autor de la novela ‘A la luz de la noche’.

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