La multa boba

La amenaza de castigar con más déficit al país que incumple el déficit es una forma de empeorar el mal

19 mayo 2017 18:35 | Actualizado a 21 mayo 2017 17:10
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No. No va de las que imponen los radares camuflados en largas rectas de autopistas o autovías, con más afán recaudatorio que preventivo. Va del sistema sancionador que la Unión Europea tiene establecido para los países de la eurozona que excedan el tope de déficit público comprometido. Sí, esa multa de la que acaba de librarse España, junto a Portugal, por haber incumplido al cierre del pasado ejercicio 2015.

El procedimiento viene del Tratado de Maastricht que las autoridades alemanas exigieron a sus socios para vincularse al euro y abandonar su venerado deutschmark. Para las cuentas públicas quedaron fijados dos límites: 3 por 100 para el déficit anual y 60 por 100 para la deuda viva, referidos al Producto Interior Bruto (PIB) de cada estado miembro. Ambos se marcaron como condición para la incorporación a la moneda única y sometidos a sanción si se incumplían después. No se planteó, en cambio, ningún mecanismo de exclusión de las economías demasiado díscolas… que muchos añoraron a propósito de Grecia algunos años después.

Casi desde el primer momento quedó sentado que el país incumplidor podría ser condenado a pagar una multa equivalente a unas décimas de su PIB y el criterio se ha mantenido en sucesivas revisiones del tratado, hasta llegar al de Estabilidad actualmente en vigor. La realidad, sin embargo, es que nunca, tampoco ahora, se ha llegado a aplicar. No porque no haya habido motivos. La propia Alemania, acompañada de Francia, incumplió el tope de déficit cuando aún no se había secado la firma estampada en Maastricht. Lo que se hizo entonces fue variar las cláusulas, flexibilizándolas temporalmente en su favor. Y qué decir del tope de deuda: lo superan muchos desde el principio y todos en el momento actual.

Dejando aparte el distinto rasero con que se viene midiendo a los socios, conviene reflexionar sobre el procedimiento en sí. Consiste, ni más ni menos, en forzar al país sancionado a ampliar su déficit… por haber excedido el límite marcado. Porque pagar el equivalente a unas décimas de PIB supone aumentar el gasto y, por tanto, incurrir en un descuadre mayor. Tanto si se contabiliza en el ejercicio de incumplimiento como si se aplica al siguiente –cuando es firme–, la multa complica la consecución de los compromisos, porque pagarla requerirá emitir más deuda, gastar todavía menos, subir impuestos o hacer todo a la vez.

Buscando un símil en las sanciones de tráfico, sería como si a un conductor captado excediendo el límite de velocidad se le obligara a recorrer unos cuantos kilómetros aún más rápido. O, en otro paralelismo, si al pillado conduciendo con un porcentaje de alcohol por encima del permitido se le forzara a beber un poco más para seguir circulando. Suena disparatado, pero viene a ser más o menos similar.

La cosa tiene mayor enjundia que la inconsistencia de gravar sobre el conjunto de los contribuyentes el incumplimiento de quienes gestionan las cuentas públicas –gobierno– del país. Los máximos responsables de la UE –hablar de liderazgo es cada día más impropio– deberían ser conscientes de que el proyecto de integración europea padece un creciente problema de credibilidad. Ahí están, para demostrarlo, los indicadores sociológicos en la mayoría de estados miembros, más allá de lo que el Brexit haya podido significar como caso particular. No da la sensación de que este tipo de procedimientos contribuya a sumar aprecios al proyecto común.

El mantra de la austeridad presupuestaria como remedio de todos los males es discutido y discutible, pero aún lo es más que no haya venido acompañado de otras medidas orientadas a cumplir lo que sostienen los tratados: desde el inicial de Roma, suscrito en 1957, pasando por el Acta Única de 1982, hasta el vigente de Lisboa. Porque se menciona poco, casi nada, que uno de los fundamentos esenciales del proceso de unificación europea es que contribuya a la estabilidad y prosperidad de cada uno de los estados miembros y de la Unión en su conjunto. Un propósito claramente incumplido en los últimos años, con unas tasas de crecimiento paupérrimas y una degradación muy palpable de los estándares de vida de partes significativas de la población.

La sospecha, más bien sensación, de que la orientación política que domina la UE pueda perseguir la prosperidad de unos –los buenos– a costa de la penosa austeridad de otros –los díscolos– es la mejor contribución al desapego social hacia el proyecto. Contraviene, no menos, el espíritu solidario que tanto se ha manejado como fundamento de todo avance comunitario.

Inclinarse a abandonar la Unión por padecer la imposición de una multa inútil puede sonar tan absurdo como decidir vender el coche tras haber sido multado por exceso de velocidad, pero la tentación aumenta y más de uno la utilizará. El sistema tiene altas probabilidades de ser el típico ejemplo de un pretendido remedio que, no sólo no cura, sino que agrava la enfermedad. A lo mejor, por eso no ha pasado de ser una amenaza que no se decide aplicar.

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