La pelotilla de Cervantes

Edad, la literaria nuestra, herrumbrada por una cincuentena de greyescas sombras

19 mayo 2017 23:05 | Actualizado a 22 mayo 2017 21:20
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El 31 de octubre de este año 2015 en el que estamos, se cumplirán 400 desde que Cervantes fechó la dedicatoria al Conde de Lemos de la segunda parte de su Quijote; y el 23 de abril del que viene, también 400 de su muerte (de la de Cervantes, no de la del conde de Lemos ni de la de don Quijote, no se me confundan). Y andan locos nuestros responsables de la cosa cultural más primates (por distinguidos y próceres, no se me vuelvan a confundir) por conmemorar fechas tan señaladas para su mayor lustre (de ellos mismos, no de las fechas, ni de Cervantes, ni del de Lemos, ni de don Quijote, lo que preciso para salvarles de nueva confusión). Entre los fastos nefastos que sus conspicuas mentes han ideado –según he llegado a saber– se cuenta la presentación en sociedad a bombo y platillo, piano y orquesta, en do mayor, de una bolita de humor espeso y pegajoso segregado por las membranas mucosas de las cervantiles napias que don Miguel dejó adherida bajo la mesa que le servía de escritorio en su casa de la calle de las Huertas, esquina a la de Francos, manzana 228, de Madrid, donde, al parecer, remató la dedicatoria que les decía, bolita –vulgarment dit, pelotilla– encontrada, tras poner patas arriba la dicha casa, por un nutrido y costoso equipo formado por los mejores investigadores del CSI de Miami, del de Nueva York, del de Las Vegas y del de Majadahonda, traídos de los nombrados sitios ex profeso para la tarea.

A mí, qué quieren que les diga, no me importa ni mucho ni poco el moco de Cervantes. Tampoco sus huesos. Me importan, ¡y de qué manera!, sus restos, entendiendo por tales lo que nos ha quedado –restado– de él. Y no me negarán que lo mejor de ello, mucho mejor que moco y huesos, aunque uno y otros se presentasen incorruptos, es su Quijote. Por eso preferiría que los mentados primates (y les aclaro, porque hoy les veo a ustedes muy propensos a la confusión, que ahora lo digo en el sentido de estado evolutivo anterior al homo sapiens, e incluso al australopithecus afarensis), preferiría, continúo, que destinasen los parcos recursos del común, en vez de a hurgar fosas, ya mortuorias ya nasales, a sufragar un seminario internacional en el que se diese cita la flor y nata de la caballería cervantina, la honra y prez de las huestes quijotescas, para exponer y discutir los más novedosos trabajos sobre la inmortal obra del mocoso y huesudo don Miguel, y formar con ellos (con los trabajos, no con el moco y los huesos, no se me despisten) un volumen, quizá dos, que se distribuyese gratuitamente entre la población, incluidos los inmigrantes, aun los ‘sin papeles’, que discriminaciones…, ni una. ¡Faltaría más!.

Y como no me consta que algo tan obvio –o quizá por ello– se vaya a hacer, me he decidido a tomar la aguerrida péndola que ociosa, polvorienta y triste yacía en mi astillero, y sin cuidarme de adarga, ni antigua ni nueva, morrión ni celada, peto ni espaldar, salir, hecho todo un fiero escritor andante de triste figura, a correr el Campo de Tarragona con la finalidad de intentar convencer a quien escucharme quiera de lo necesaria que es la lectura, sosegada y comprensiva, de las venturosas desventuras del manchego hidalgo que en vida fue Alonso Quijano, necesidad acuciante ahora, en esta malhadada Edad de Hierro que, en Literatura como en casi todo, nos ha tocado vivir. Edad, la literaria nuestra, herrumbrada y escurecida por una cincuentena de greyescas sombras, que a buen seguro se espesarán si una mujer, catapultada a la fama por la difusión de imágenes de sus prácticas autoamatorias –y por ellas bien merecedora de hormigoso olvido–, cumple la amenaza que nos tiene proferida de debutar en el género novelístico. Me he decidido, les decía, a reflejar, aunque sea pálidamente, en estas hondas horas de dolor, algunas de las muchísimas luces, en número de cincuenta elevado a cincuenta, y elevado a su vez a la quincuagésima potencia (o sea, según mi calculadora no científica, una barbaridad NaN, que no es ni número), que emite el faro de Cervantes, faro potente, mucho más de lo que lo fueron el alejandrino o el rodesco; ejercicio que sólo será posible, claro está, si el atrevido director de este Diari, siguiendo el ejemplo del duque de Béjar, a quien Cervantes dedicó la primera parte de El Quijote, no se abate al servicio y granjerías del vulgo y favorece mis descubiertas salidas, que tendrán forma de Tribuna, concediéndoles el necesario ‘editur’. Y con esto, desocupados lectores, como solía despedirse Cervantes, que Dios les dé salud, y a mí no me olvide. Vale.

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