La tortura y sus dilemas

La tortura no sirvió en absoluto para obtener información sobre el paradero de Bin Laden

19 mayo 2017 23:53 | Actualizado a 20 mayo 2017 21:41
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El día 9 de diciembre de 2014 el Comité de Inteligencia del Senado norteamericano hizo público su informe sobre el uso de la tortura en la lucha contra el terrorismo durante el mandato del presidente George W. Bush.

El Comité trabajó durante cinco años investigando millones de documentos internos de la CIA. El informe, en su redacción final, tiene más de 6.000 páginas. La parte que se ha hecho pública consta de 524 páginas y contiene un resumen del informe más un texto suscrito por los miembros republicanos del citado Comité en el que rechazan las conclusiones del mismo (los demócratas tenían mayoría en el Comité, y así pudieron aprobarlo).

El documento revela que, al comenzar el programa de interrogatorios, la CIA no estaba preparada, de modo que se comportó de modo brutal e incompetente. El informe concluye que los denominados métodos de ‘interrogatorio reforzado’, que estaban autorizados por letrados del departamento de Justicia, resultaron ser tortura en estado puro.

El ‘interrogatorio reforzado’ era el eufemismo que encubría la técnica de la ‘sofocación por agua’ (waterboarding), aunque también se usaron la privación de sueño y otros análogos. Pero previamente determinemos si tal método es tortura ya que, por ejemplo, el actual director de la CIA John O. Brennan niega que lo sea y sigue defendiendo los métodos de interrogación empleados.

Veamos. El ya fallecido periodista Christopher Hitchens, un hombre decidido, quiso averiguarlo de modo personal. Las fuerzas especiales norteamericanas practican tal sofocación en previsión de ser capturados (saben hacerla y saben recibirla). Pues bien, nuestro hombre se puso en contacto con ellas y, tras firmar un documento en que les liberaba de toda responsabilidad, se sometió a la prueba. Le pusieron sobre una tabla inclinada en la que la cabeza estaba a una altura inferior al corazón, le taparon con una capucha negra, lo ataron de pies y manos, y le añadieron tres toallas sobre la cara. Por supuesto podía interrumpir la prueba en cualquier momento diciendo la palabra acordada. Empezaron a verter agua sobre las toallas y comenzó la asfixia. Intentó por orgullo resistir algo de tiempo pero fue imposible: no era una simulación de ahogamiento, ¡es que realmente se estaba ahogando! ‘Duré tan poco que prefiero no decir cuánto tiempo resistí... Los interrogadores apenas hubieran tenido tiempo para formular sus preguntas… hubiera estado dispuesto a dar cualquier respuesta… Cualquier tiempo es demasiado tiempo cuando respiras agua’. Su artículo ‘Believe Me, It’s Torture’ (‘Créanme, Es Tortura’) se publicó en la revista Vanity Fair.

Por tanto, es evidente que se ha usado la tortura. Prescindamos ahora de los aspectos jurídicos (por ejemplo, la Convención de Naciones Unidas contra la tortura de 10 de diciembre de 1984, que está suscrita y ratificada por Estados Unidos) y del asco físico y moral que produce y analicemos otros aspectos éticos en orden a determinar si puede estar justificada en algunos casos. De nuevo acudiremos a un experimento mental para poner a prueba nuestras convicciones.

Recordemos el atentado de las torres gemelas. Pues bien, el filósofo inglés Julian Baggini nos propone imaginar que el FBI sabe que dentro de 24 horas va a ocurrir un atentado en USA. No sabe nada más pero el hombre al que han capturado, Khalid Sheikh Mohammed, conoce el plan, si bien no quiere colaborar. (Ahora sabemos que el atentado provocó 2.977 víctimas.) ¿Qué deberíamos hacer?

De nuevo se surge la cuestión de si el fin (evitar la muerte de inocentes) justifica los medios (la tortura del terrorista). En efecto, en este caso los defensores de la tortura pueden invocar el argumento utilitarista: ciertamente la tortura es un mal, pero un mal menor ya que el daño que se evita o previene es mayor que el que se causa.

Es más, continúa el razonamiento, en nuestro ejemplo rehusar hacer actos atroces que evitarían una atrocidad aún peor supone ser moralmente indulgentes con nosotros mismos: hay veces en que el culpable es quien tiene las manos limpias.

Volvamos al informe. Éste, curiosamente, dedica poco tiempo a condenar la tortura en base a argumentos legales o morales y se centra en si ha sido o no eficaz. En este punto existen fuertes discrepancias.

Los redactores demócratas, tras examinar numerosos casos de interrogatorios, consideran que la tortura ha sido completamente inútil. Así en el supuesto más ilustre, el de Bin Laden, señalan que la casi totalidad de la información sobre el correo de Al Qaeda que condujo a Bin Laden originalmente provino de fuentes ajenas al programa de interrogatorios de la CIA.

Frente a ellos, por ejemplo, el ex vicepresidente Dick Cheney señala que tales métodos lograron informaciones vitales que han mantenido al país a salvo de nuevos ataques. ‘Repetiría lo hecho sin dudarlo.’

Una postura intermedia sería la que adopta John O. Brennan: es imposible saber si existe una relación de causa a efecto entre los métodos empleados y la información obtenida. Quizás métodos más humanos hubieran logrado mejores resultados, o quizás no.

Luego la tortura posiblemente ni siquiera sea útil. Puede que nuestros experimentos mentales no se acomoden a la realidad, en la que todo es más confuso, más dudoso. O no.

Lo cierto es que la tortura revela como falsa la presunta altura moral de quien la practica y suscita el ánimo de venganza en el entorno de quien la sufre, generando una espiral de violencia. Quedémonos con este pensamiento. Cada acto de crueldad queda para siempre jamás grabado en la historia del Universo: una vez producido, ningún plan humano o divino puede ya enjuagar ese dolor.

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