La vocación invasiva de la política

Esta semana hemos conocido un informe de una entidad de expertos que asesora a la Unesco donde se critica abiertamente la gestión del patrimonio romano de Tarragona (en manos del Estado, la Generalitat y el Ajuntament)

18 octubre 2020 07:40 | Actualizado a 18 octubre 2020 10:50
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Los últimos estudios demoscópicos demuestran que una gran mayoría de la ciudadanía contempla a la clase política como un lastre para el bienestar colectivo, y no como una herramienta útil para el progreso de la comunidad. Lamentablemente, el creciente desprestigio de las instituciones comienza a ser cada vez más justificado. En contextos de bonanza y ausencia de amenazas relevantes, la falta de talento y resolutividad de los diferentes órganos de gobernanza puede sobrellevarse con mayor o menor conformismo. Sin embargo, cuando nos enfrentamos a grandes retos sanitarios y económicos como los actuales, esta incompetencia resulta tan clamorosa como inquietante.

Son muchos los factores que favorecen esta percepción social: la decreciente talla profesional de nuestros máximos dirigentes (echando la vista un par de décadas atrás, la comparación resulta desoladora), la propia espiral negativa que provoca el desprestigio de esta labor (que desmotiva a las personas más preparadas para dar el salto al servicio público), la torticera utilización de la figura de los asesores (un rol necesario, pero no para colocar a los compañeros de partido que no han logrado ser elegidos en los últimos comicios), el modelo de listas cerradas (que favorece internamente una lealtad perruna de quienes morirían de inanición fuera de la política), la premeditada falta de colaboración entre instituciones gobernadas por formaciones que rivalizan entre sí (una evidencia que demuestra la priorización de los intereses de las siglas sobre las necesidades de la sociedad), etc. Por poner un ejemplo próximo y reciente de este último fenómeno, esta misma semana hemos conocido un informe de Icomos, una entidad de expertos que asesora a la Unesco, donde se critica abiertamente la gestión del patrimonio romano de Tarragona (en manos del Estado, la Generalitat y el Ajuntament), atribuyéndolo a que «no se ha previsto ninguna medida de coordinación efectiva y permanente por parte de las administraciones actuantes».

Además de todos estos factores, existe una tendencia añadida que ha quedado especialmente en evidencia durante los últimos meses: la creciente invasión de lo político, lo partidista y lo ideológico en ámbitos estrictamente técnicos. Sin duda, un modelo eficaz requiere que las dos patas fundamentales de las organizaciones públicas (por un lado, la experta, y por otro, la representativa) interioricen sus respectivos espacios, responsabilidades y límites. Porque, por un lado, una administración en la que los funcionarios terminan tomando las decisiones relevantes (cuya parodia más sarcástica pudimos disfrutar en la serie ‘Sí, Ministro’) arrebata a la ciudadanía la capacidad de marcar el rumbo que debe presidir el día a día de cualquier institución democrática. Y paralelamente, una administración en la que los cargos representativos interfieren en aspectos claramente técnicos, suele terminar tomando decisiones disparatadas, cuyos ineficaces efectos podrían haber sido previstos por cualquier especialista en la materia de que se trate.

Este intrusismo abusivo de la política en la órbita de lo eminentemente técnico (ciencia económica, sanitaria, pedagógica, jurídica, etc)se está viviendo con especial preocupación en la gestión de la pandemia del coronavirus

Simplificando la cuestión, en una estructura racional, el cuerpo técnico debería ofrecer a la capa representativa un abanico con diferentes posibilidades de actuación, todas ellas viables y coherentes, basadas en su conocimiento, su experiencia y los datos contrastados de que se dispongan. Por explicarlo de forma esquemática, el decisor político debería tener sobre su mesa las siguientes alternativas: en un determinado tema, es posible hacer A, poniendo los medios B, para conseguir C; o bien se puede hacer X, poniendo los medios Y, para conseguir Z. Una vez llegados a ese punto, y sólo entonces, entra en la partida el cargo representativo, elegido por los ciudadanos precisamente para ello. Y, por ejemplo, puede tomar la decisión de hacer X, porque cree que Z será lo más positivo de acuerdo con sus principios, de modo que tendrá que poner los medios Y. Porque dicha secuencia no es ideológica, sino técnica. El problema es que, cada vez con más frecuencia, nuestros gobernantes deciden que su prioridad es C (porque Z les quitaría votos en las siguientes elecciones), y para ello apuestan por hacer H (vaya usted a saber por qué) poniendo los medios R (donde, casualmente, trabaja su cuñado, que sabe mucho de todo). Y así nos va.

Este intrusismo abusivo de la política (en el sentido menos elevado del término) en la órbita de lo eminentemente técnico (ciencia económica, sanitaria, pedagógica, jurídica, urbanística, histórica, logística, etc.) se está viviendo con especial preocupación en la gestión de la pandemia del coronavirus. Precisamente, la revista científica ‘The Lancet’ acaba de publicar un editorial donde se critica la forma en que algunas administraciones españolas abordaron esta amenaza: «Cuando el confinamiento nacional se levantó en junio, algunas autoridades regionales fueron probablemente demasiado deprisa al reabrir y demasiado lentas para implementar un sistema de detección y seguimiento eficiente». La publicación británica no se queda ahí, y añade que «la polarización política en España también pudo ser un obstáculo para la celeridad y eficiencia en la respuesta de salud pública». Coincide, básicamente, con el diagnóstico de la OMS.

El caso paradigmático de este fracaso sistémico lo constituye el choque de trenes institucional al que está asistiendo atónita la población de la comunidad madrileña. O la espasmódica gestión normativa que viene protagonizando últimamente la Generalitat de Catalunya, que durante meses pareció más preocupada por llevar la contraria al ejecutivo estatal que por desarrollar un modelo eficaz de detección, rastreo, seguimiento y confinamiento de los contagios. Ya va siendo hora de que nuestros gobernantes dejen en manos de los técnicos aquello que les es propio, y dejen el ruido político para las campañas electorales. Nos va la vida en ello, ahora más que nunca.

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