‘Lawfare’: la judicialización de la política

Nuestra cultura política no se está quedando atrás en el empleo de este método de desestabilización  que altera la soberanía popular

28 septiembre 2020 07:30 | Actualizado a 28 septiembre 2020 07:37
Se lee en minutos
Participa:
Para guardar el artículo tienes que navegar logueado/a. Puedes iniciar sesión en este enlace.
Comparte en:

En el derecho internacional existen dos locuciones latinas que por un lado, regulan la sociedad en tiempos de guerra y por otro lado nos da legitimidad para el uso de la fuerza, como son el ius ad bellum y el ius in bello respectivamente. Sin embargo, durante los últimos años se ha ido forjando un nuevo término que va más allá de la regulación que hace el derecho internacional y que, a mi parecer, en su uso perverso resulta demoledor para cualquier democracia. Se trata de un concepto que al no tener traducción al castellano preventivamente se le ha llamado como lawfare.

Esta palabra que para muchos puede ser un neologismo, ya ha sido objeto de estudio doctrinal dentro del mundo académico en los Estados Unidos. El término se forma a través de una figura retórica tan común para los ciudadanos anglosajones como es un juego de palabras y que en este caso se forma entre law (ley o derecho en su sentido más amplio) y warfare (guerra, entendida a través de las acciones que llevan a cabo los militares en combate)

Pero, ¿qué es exactamente el lawfare? En la Facultad de Derecho y Jurisprudencia de la Universidad de Cleveland en el año 2010, se celebró una conferencia de expertos con la finalidad de acotar y darle una definición a un término emergente dentro del ámbito académico y jurídico. Así pues, podemos definir al lawfare como: una guerra jurídica que se despliega a través del uso ilegítimo del derecho interno o internacional con la intención de dañar al oponente, consiguiendo así la victoria en un campo de batalla de relaciones políticas públicas, paralizando política y financieramente a sus oponentes, o inmovilizándolos judicialmente para que no puedan conseguir sus objetivos ni presentar sus candidaturas a cargos públicos.

El continente por excelencia víctima de estos brutales ataques –mayormente patrocinados por sus vecinos del norte e ignorados por una Unión Europea apática ante una clara vulneración de los Derechos Humanos– ha sido la región más desigual del planeta: América Latina. Y es que tradicionalmente, a lo largo de los últimos años Estados Unidos ha tenido la necesidad de intervenir en los asuntos políticos internos de los diferentes países de Sudamérica, bajo diversas excusas y empleando diversos métodos: antes a través de golpes militares y ahora sustituyendo los tanques por togas. De hecho, durante la última etapa del siglo XX y principios del siglo XXI, el método utilizado por excelencia fue el golpe de Estado, cuya táctica consistía en una sistematización de las autoridades americanas para intervenir de lleno en la política interna latinoamericana. Gran ejemplo de ello fue el golpe de Estado organizado por la CIA en Guatemala contra el presidente Jacobo Árbenz o cuando el mismo órgano apoyó al general Pinochet para dar un golpe de Estado en Chile. Más recientemente, recordamos los golpes de Estado en Haití en el año 2004 o en Venezuela en el año 2002 apoyados por el ex presidente de los Estados Unidos George W. Bush.

No es casual que en plenas crisis sanitaria, económica y social hayamos visto a la oposición más insolente de nuestra historia reciente 

Los casos de lawfare más extremos vividos en este mismo continente han sido los de Lula en Brasil, donde el juez Sérgio Moro, quien después sería ministro de justicia de Jair Bolsonaro, encarceló e inhabilitó al ex presidente brasileño y líder del Partido de los Trabajadores por la Operación Lava Jato, mediante la cual, meses más tarde el diario The Intercept publicaría mensajes filtrados que demuestran cómo el juez Moro coordinaba con la Fiscalía brasileña las actuaciones contra Lula da Silva, dejando en evidencia la separación de poderes en Brasil. El 7 de septiembre de este mismo año y en un tiempo récord – teniendo en cuenta la demora de la justicia en este tipo de recursos – el ex presidente de Ecuador Rafael Correa quedaba apartado de manera definitiva de la política de cara a los comicios de 2021 en Ecuador, una vez que la Justicia ecuatoriana desestimara el recurso de casación contra la sentencia que le condenaba a ocho años de prisión por el caso ‘Sobornos 2012-2016’. En dicho caso el tribunal consideró que el rol de Correa, fue decisivo para la trama, considerando como prueba algo tan intrínseco e indefendible como el influjo psíquico para condenarlo. El mismo día, Alfredo Jaimes Terrazas, componente de la Sala Constitucional Tercera de EL Alto (Bolivia), inhabilitó la candidatura de Evo Morales a Senador por la ciudad de Cochabamba, por no cumplir con los requisitos de residencia permanente a sabiendas de qué está refugiado en el extranjero por el golpe de Estado sufrido en Bolivia el pasado 10 de noviembre de 2019.

Dentro de nuestras fronteras estamos viendo como nuestra cultura política no se está quedando atrás en el empleo de este nuevo método de desestabilización política y judicial que altera la soberanía popular, pues el anhelo de Podemos – socio de gobierno del Partido Socialista – por materializar un programa con grandes planes fiscales, feministas, laborales, laicos, territoriales y medioambientales tropiezan virulentamente con los enemigos declarados en su contra. No es casual que en plenas crisis sanitaria, económica y social hayamos visto a la oposición más insolente de las que hasta ahora hemos tenido en nuestra historia reciente democrática y, es que no solo pretenden usar los mecanismos democráticos que ampara la Constitución para hacer oposición como el Parlamento, sino que aspiran a hacerse valer de los juzgados como principal arma antidemocrática, en un claro intento de restauración de políticas neoliberales no conseguidas en las urnas.

No en vano en los últimos meses hemos visto como han tenido una gran repercusión mediática encaminada a persuadir a la opinión pública como pilar fundamental para la creación del lawfare, las investigaciones a Podemos del Tribunal de Cuentas por supuesta malversación, la repentina retirada de la condición de víctima a Pablo Iglesias en el caso Dina, la acusación basada en «rumorología» del exabogado de Podemos José Manuel Calvente a la formación morada de poseer una caja B o la indagación del Servicio de Prevención contra el Blanqueo de capitales.

Para más inri, quienes constantemente se envuelven bajo el eslogan de constitucionalistas llevan años incumpliendo el artículo 122 de la Constitución Española, al bloquear la renovación de los miembros del Consejo General de Poder Judicial, ante lo que se podría catalogar cómo un enorme fraude democrático. Y es que al Partido Popular mantener en la cúspide de la Justicia una mayoría absoluta conservadora, que para nada refleja lo que hoy en día es el Parlamento (por aquello de que la Justicia emana del pueblo), le autoriza nombrar a jueces de por vida en el Tribunal Supremo, sin que ningún medio de comunicación de los que acusa al gobierno de comunista-bolivariano se haga eco de semejante menoscabo democrático.

Las causas que generan lawfare son varias. De hecho, resulta difícil establecer sus límites, ya que se dan tantos usos como facultades tiene el derecho, por lo que podríamos considerarlo como inabarcable al operar dentro de un espacio estratégico y, como consecuencia, puede encontrarse ante una heterogeneidad de respuestas jurídicas para cada caso concreto que se quiera afrontar. Lo que no cabe duda es que nos hallamos ante un problema global de desgaste democrático ante la normalización de esta «guerra jurídica» y al nivel de ensañamiento que ha llegado el neoliberalismo en cualquier parte del mundo.

Como bien decía Voltaire: «El último grado de perversidad es hacer servir las leyes para la injusticia».

Comentarios
Multimedia Diari