Lengua, homosexualidad y marihuana

24 noviembre 2020 11:10 | Actualizado a 24 noviembre 2020 14:12
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En julio de 2005 el parlamento español aprobó por amplia mayoría la ley 13/2005 que autorizaba el matrimonio entre personas del mismo sexo. Los trámites previos, así como el período de debates en el congreso y en el senado, se vieron acompañados por sonoras manifestaciones -a favor y en contra de la ley- que surtieron de mucho material a los noticiarios, las revistas y los programas de humor de aquella época. Nada menos que dieciocho obispos participaron en una de las demostraciones callejeras, suscitando todo tipo de chascarrillos y burlas en la prensa más servil para con el poder de turno. El mejor argumento, a mi juicio irreprochable, que se empleó para arremeter contra los detractores de la iniciativa legal, era más o menos este: la ley no obliga a nadie a ejercer de homosexual, ni siquiera impone el matrimonio a los homosexuales, y desde luego no anula o limita el derecho de los heterosexuales para casarse o no casarse. Es decir: la nueva ley amplía derechos sin derogar ningún derecho preexistente. Oponerse a esta ampliación de derechos solo puede obedecer entonces a concepciones religiosas o supersticiosas que creen poseer conexión directa con el cielo, a gente que cree saber lo que está bien y está mal de modo absoluto, a individuos incapaces de tolerar que ciertas zonas del planeta tierra se rijan según otras normas aprobadas por simple humanos. A esta manera de proceder se la suele calificar de reaccionaria, ultraderecha o fascista, según la moda más reciente.

Nada que objetar. Es más: si en el caso de la ley que autoriza el matrimonio homosexual un análisis más fino nos permitiría distinguir razones diversas entre los que se opusieron a su aprobación -por ejemplo, algunas opiniones solo ponían en duda la conveniencia del término «matrimonio» por razones estrictamente etimológicas, pero estaban completamente a favor de la validez jurídica de las uniones homosexuales-, cuando pasamos al espinoso asunto de la lengua, ahí se aprecia en todo su siniestro brillo la presencia de lo reaccionario, la ultraderecha y el fascismo más puro.

En efecto: basta que unos padres soliciten la enseñanza en castellano -para quien lo desee, no para todos, esto es importante recordarlo-, para que los clérigos nacionalistas se alcen como perfectos talibanes negando tal derecho a una parte de la población. Llevan así mucho más de veinte años, por lo que la nueva ley que ha impulsado el gobierno no alterará de facto prácticamente nada, aunque simbólicamente marcará al PSOE: una vez más, y esta vez sin disimulo, se alía con los reaccionarios para negar derechos a una parte significativa de la población. Lo podrán vender como quieran, por ejemplo, que siempre han apostado por la integración y la paz social. Muy bien: cámbiense algunas palabras y escuchemos cómo suenan: «nos oponemos al matrimonio homosexual porque queremos que todos seamos iguales, que no se formen ghettos…» ¿A que suena fatal? Y si añadimos números, la cosa es sangrante: desde la aprobación de la ley de 2005 los matrimonios homosexuales representan a lo sumo un 3% de los matrimonios celebrados en España. Los castellanoparlantes constituyen al menos la mitad de la población catalana. Si bien está que la ley proteja las minorías, y hay que felicitarse por ello, no está de más que la ley proteja los derechos de las mayorías.

Hasta ahora se ha logrado soslayar la vileza de la normalización lingüística con un calculado saber mirar hacia otra parte, con actitudes individuales que han sido toleradas, a veces a regañadientes, por la autoridad. Algo así como el consumo de marihuana, ni autorizado ni prohibido, si bien incurre en delito quien la compre o la intente vender. Una ambigüedad que crea la ficción de que todo es posible -cultivar un par de plantas de marihuana, no pasa nada, es un capricho solo para mí…-, pero que suele ser desmentida de pronto, sin razón aparente que lo justifique, cuando alguien es multado o encarcelado por hacer lo que venía haciendo desde hace muchos años y a la vista de cualquiera.

Es de temer que la nueva ley favorezca este súbito despertar. Acaso un ejército de lacayos se frote las manos con fruición sospechando que muy pronto podrán actuar como chivatos, la única tarea al alcance de los mediocres que prosperan al arrimo del poder. Veremos qué pasa. Tal vez el PSOE descubra que un partido político es algo más que una empresa de colocación para los que callan y asienten, que unos cuantos cargos públicos hablen en voz alta y dejen de ser cargas públicas, con independencia del género al que se adscriban. Veremos. Mientras tanto, los que estamos hartos de las consignas paletas y cursis, los adictos a la libertad, seguiremos defendiendo el matrimonio homosexual, el carácter vehicular de la lengua castellana e incluso el consumo festivo de marihuana. De vez en cuando.

Enrique Gómez León: Doctor en Filosofía, profesor de Secundaria y escritor. Es autor de obras como ‘No sólo de pan vive el hambre’, ‘El mito de la taberna’, ‘Principio de razón más que suficiente’ o ‘De Tarragona a Santiago y Finisterre’.

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