Limpiar, fijar, dar esplendor al insulto

Olvidada bella arte. Desde Séneca hasta Schopenhauer, el insulto fue un arte. Actualmente, el mal gusto y la falta de razonamiento e inteligencia lo contaminan todo

18 marzo 2019 10:19 | Actualizado a 18 marzo 2019 10:26
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Antes, durante y después de las varias próximas elecciones, se avecina un diluvio de insultos en mítines, debates, manifestaciones, pancartas, pintadas, parlamentos, medios de comunicación, redes sociales y tabernas. Consustancial al ser humano, el insulto es el resultado y el fracaso de la falta de argumentos, de recursos retóricos, de ingenio y de inteligencia. Así lo estudió y estableció el filósofo Arthur Schopenhauer (1788-1860) en su tratado El arte de tener siempre la razón.

Padre intelectual del pesimismo como método analítico que casi siempre acierta, legó como ejemplo un listado de groserías, insolencias e improperios agrupadas en la deliciosa antología El arte de insultar. Sostenía el pensador alemán que el insulto forma parte  de la propia miseria humana. Y la atribuía a la insatisfacción con los gobiernos, las leyes, las instituciones, la farsa y los farsantes de la política, sin olvidar a los demagogos que aprovechan todo momento de cambio, de crisis, incierto, confuso o convulso. Más o menos como ahora, aproximadamente. 

Habría que exigir a las personalidades públicas que juren o prometan elevar el nivel cultural

Para protegerse de la hecatombe de improperios que todo lo ensucia y contamina, es aconsejable releer y refugiarse en los clásicos, que siempre son y serán sólidos cimientos del buen gusto, elegancia e inteligencia. Uno de sus puntales puede ser El gran libro de los insultos, obra del catedrático Pancracio Celdrán. Con prefacio del humorista Forges, es el auténtico tesoro crítico, etimológico e histórico de los insultos que anuncia su subtítulo.

De la a la zeta y desde Sócrates hasta la postmodernidad, paseando por la Edad Media, el Siglo de Oro y el más crudo realismo. Desde las Españas a las Américas, surca un océano de palabras excavadas desde sus raíces, con diversas interpretaciones en distintos países y con citas exactas de sus autores. Con las más hirientes y las más piadosamente burlescas. Con las más zafias y las más refinadas. Magna obra muy recomendable para quien desee propinar un insulto con el valor añadido de ser persona ilustrada, culta y muy leída. 

El arsenal, despensa o biblioteca de insultos puede abastecerse con otros títulos como Insultos, cortes e impertinencias, de Ángel Palomino. O con el diccionario de más de dos mil entradas titulado Para insultar con propiedad, de la lingüista Pilar Montes de Oca. Además de los sesudos Diccionario del insulto y El arte del insulto. Estudio lexicográfico de Luque, Pamies y Manjón. También Eso lo será tu madre. La Biblia del insulto, de María Irazusta, resulta aleccionadora. 

La ciudadanía tiene derecho a ser representada y tratada con respeto, inteligencia y elegancia

Por lo que respecta al  catalán, un libro destacable se titula 100 insults imprescindibles, de Pau Vidal. Cifra módica y modesta que viene a apoyar la tesis y el debate entre eruditos sobre si los insultos catalanes son menos contundentes y más remilgados que los castellanos. En este asunto diferencial, basta con comprobar que los listados de insultos en catalán hay que buscarlos en páginas de Internet, donde a duras penas superan las dos mil entradas. En una de ellas, se anima a que, puestos a insultar, se haga en catalán. En ambos idiomas, no obstante, se ha detectado y coinciden los especialistas en que los hablantes desconocen una parte muy grande del extenso léxico vejatorio, de modo que se desaprovecha una inmensa riqueza a la hora de agraviar, denostar, escarnecer, faltar, injuriar, ofender, ultrajar,  vilipendiar, zaherir (y más sinónimos) a rivales, personas e instituciones detestadas. 

Viene a cuento todo ello porque la ciudadanía tiene derecho a ser representada y tratada con respeto, inteligencia y elegancia tanto en los parlamentos como en las redes sociales y medios de comunicación.  Es más, habría que exigir a las personalidades públicas que juren o prometan elevar el nivel cultural y no hacer mal uso ni malversar el tesoro del pueblo que es la lengua. O, como mínimo, que las personas se abstengan de insultar al padre de nadie el día del padre, ni a la madre de nadie el día de la madre. Sólo serían dos jornadas de tregua al año, si no es demasiado pedir. Y aunque sabido es que no ofende quien quiere sino quien puede, se ahorraría erario público en abogados, procuradores, fiscales y jueces que limpien, fijen y den esplendor al insulto. No es su oficio.

 

Con raíces familiares en la Terra Alta, Joaquim Roglan fue corresponsal en Ràdio Reus y cofundador de Informes-Ebre. Profesor universitario, ha trabajado en los principales medios de comunicación de Cataluña y ha escrito veinte libros. Vive retirado en L’Empordanet.
 

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