Listas y listos fiscales

Reclamar derecho a la intimidad cuando no se tributa lo debido añade descaro al fraude fiscal

19 mayo 2017 23:31 | Actualizado a 22 mayo 2017 11:39
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La difusión por goteo de los nombres que incluye la bautizada “lista Falciani”, junto a otras revelaciones de los últimos tiempos, ha reabierto una polémica nunca cerrada del todo: los límites entre información y privacidad, en este caso en materia fiscal y patrimonial. Dicho de otra manera, hasta qué punto tienen derecho los ciudadanos a conocer quiénes no están pagando los impuestos que deberían y en qué medida éstos merecen ver protegida su intimidad. Las opiniones son variopintas: van desde quienes consideran que todos los datos fiscales debieran ser públicos a los que, al otro extremo, defienden una total y absoluta confidencialidad. Una posición que puede considerarse intermedia sostiene que la línea entre la difusión y el secreto ha de situarse en la defraudación. La cuestión de fondo es si los ciudadanos tienen o no completo derecho a conocer la identidad de quienes están incumpliendo sus obligaciones de tributar.

Hacia finales de la década de los años setenta del pasado siglo XX, el entonces ministro de Hacienda, Francisco Fernández Ordoñez, decidió hacer públicos los datos de todos los contribuyentes del Impuesto de la Renta (IRPF). Se habilitó una sala del viejo caserón de la calle Alcalá, sede del departamento a pocos metros de la madrileña Puerta del Sol, donde se colocaron gruesos tomos en los que, por orden alfabético, figuraban los ingresos y la cuota pagada por cada uno de los ciudadanos que había presentado declaración. El acceso a consultar los datos era libre y el diario El País tomó la iniciativa de reproducir una selección escogida al día siguiente de su exposición. Se pudo así conocer que más de un poseedor de relevantes patrimonios declaraba unos ingresos mínimos, mientras otros, cuya riqueza se presumía, rozaban manifestarse pobres de solemnidad o ni siquiera aparecían en las listas expuestas. Hubo cierto escándalo y no pocas protestas de parte de varios de los retratados y la difusión nunca se repitió.

No hace falta decir que los meros indicios y por supuesto las pruebas de evasión fiscal causan escándalo e indignación, sobre todo en quienes cumplen y pagan lo que les toca pagar. Viene a ser lo que la jurisprudencia suele señalar como «alarma social», marcando la prevalencia del derecho a la información que establecen el artículo 20 de la Constitución vigente y el punto 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, sobre las distintas normas que protegen la difusión de datos de índole personal. Diferenciando, también, su aplicación en función de la relevancia pública de las personas. Tanto el Tribunal Supremo como el Tribunal Constitucional han sentenciado a menudo en tal sentido, aunque no faltan juristas que cuestionan una relativa indeterminación sobre cuándo alguien merece la consideración de personaje público o no.

Ciertamente, no es fácil establecer criterios sin algunas dosis de relatividad, pero algunas líneas divisorias parecen recomendables. La primera y principal debería situarse en la constatación de irregularidad. Por poner un ejemplo, disponer de una cuenta bancaria en el extranjero no tiene por qué suponer defraudación. No lo es si se ha declarado convenientemente el origen de los fondos depositados y su ubicación. Pero tampoco conviene eludir que el imaginario social tiende a equiparar –con cierto fundamento- el hecho de tener dinero en Suiza u otros paraísos opacos con el deseo de eludir tributar por él. Lo mismo que algunas fortunas suenan harto sospechosas de haberse apilado por actividades inconfesables. Guste o no, es la realidad. Por ello, la transparencia absoluta vuelve a surgir como la solución menos lesiva para conciliar el apetito social por saber y la defensa individual de la propia intimidad.

Los tiempos de crisis, unidos a la fuerte presión tributaria que sienten las empresas y los ciudadanos, han elevado sin duda la sensibilidad social respecto de quienes eluden, defraudan u ocultan, sobre todo cuando se trata de quienes ostentan o han ostentado posiciones de poder político o simple representación. A nadie puede ni debe extrañar que indignen especialmente los casos en que el incumplimiento de obligaciones tributarias se ha perpetrado al tiempo que reclamaban la contribución solidaria del resto de la sociedad. No hace falta citar demasiados casos: algunos especialmente próximos están en la mente de todos y constatan que enerva todavía más que unan a la confesa defraudación una descarada apelación a su derecho a la privacidad.

El actual ministro de Hacienda ha anticipado el propósito de hacer pública una relación de incumplidores de sus obligaciones fiscales. Aunque algunas voces desde la oposición política reclaman ir más allá, puede ser un buen inicio para alcanzar un objetivo que suena deseable: que la sociedad pueda conocer la lista de todos y cada uno de los «listos» que no pagan lo que deberían pagar. Al margen de que suene justo, debería servir para desvirtuar la presunción un tanto mítica de que el evasor fiscal es socialmente admirado ¿también por los que eligen pagar?

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