Lo que el viento se llevó

El asesinato de George Floyd en Mineápolis a manos de un policía blanco desató una enorme indignación y una oleada de protestas contra el racismo en todo el planeta, lo que, sin embargo, no ha evitado nuevas muertes de ciudadanos negros a manos de policías en Estados Unidos. Lo que evidencia que todavía queda mucho por hacer y que hay que hacerlo. Porque ante este tipo de sucesos, documentados con imágenes que ponen la piel de gallina, no cabe la neutralidad, no cabe decir «esto no va conmigo». Porque la neutralidad en un caso de crueldad tan evidente es una forma de complicidad. Es verdad que la muerte de Floyd no fue en vano; ha servido, entre otras cosas, para concienciar al mundo sobre un problema que debería estar ya superado y que, no obstante, aún convive con demasiada fuerza entre nosotros. Pero no es menos cierto que también todo esto ha sido esgrimido por los partidarios a ultranza de lo políticamente correcto, transformados en unos revisionistas más cercanos a la censura que a cualquier asomo de cordura. ¿De qué otra forma se puede explicar que HBO retirase de su parrilla la película Lo que el viento se llevó por «reflejar prejuicios raciales» y que Netflix hiciera lo propio con Little Britain? Está bien bajar de su pedestal a esclavistas convertidos en estatuas, pero hay que andar con más cuidado a la hora de la condena retroactiva, de un encorsetamiento que puede derivar en persecución y castración intelectual y en un empobrecimiento mental. ¿Va a ir cada película o cada novela con un apéndice o unas notas a pie de página, o con unas tachaduras, para compensar o corregir lo que el autor dijo en su día? ¿Tan escaso criterio nos suponen?