Los intocables

Cuesta entender cómo los presuntos autores de unos hechos tan indignantes disfrutan de una vida completamente normal
 

23 julio 2020 11:04 | Actualizado a 23 julio 2020 11:06
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Según los más optimistas, un signo inequívoco del progreso democrático que actualmente disfrutamos es el final del secretismo que encubría las fechorías cometidas por determinadas personalidades públicas –y de las que todos habíamos oído hablar–, protegidas durante décadas en ese oscuro trastero donde se escondían los pecados del olimpo sistémico (gracias a la inestimable colaboración de un sector periodístico cobarde, cortesano y abrevado). Según los más pesimistas, un signo inequívoco de la decadencia democrática que actualmente padecemos es que esas fechorías siguen sin tener la menor consecuencia significativa para sus autores, quienes continúan viviendo en un limbo legal fáctico que les permite mantener tranquilamente su plácida existencia (gracias a la inestimable colaboración de un modelo jurídico que a veces parece adaptarse para garantizar su impunidad).
Todos recordamos el revuelo provocado por la absolución del difunto presidente del Banco Santander, Emilio Botín, tras considerar el Tribunal Supremo que la sola acusación popular no permitía la continuidad del proceso en contra de la opinión de la Fiscalía y la acusación particular. Esta jurisprudencia tuvo que ser matizada unos meses después frente a Juan Mari Atutxa, lo que permitió condenar al presidente del Parlamento Vasco por no disolver el grupo parlamentario Sozialista Abertzaleak en unas circunstancias procesales parecidas. Según el alto tribunal, la ‘doctrina Botín’ no era aplicable cuando «el delito afecta a bienes de titularidad colectiva, de naturaleza difusa o de carácter metaindividual». 

Sin embargo, unos años más tarde, el criterio que benefició al banquero cántabro volvió a permitir la absolución de Cristina de Borbón, al estimarse que el único perjudicado por la actuación de la infanta era el erario público individualmente considerado, y no los contribuyentes que lo sostenemos con nuestros impuestos. 

Entonces descubrimos que Hacienda no éramos todos. Los tribunales justificaron escrupulosamente su decisión desde una perspectiva técnica, pero fueron muchos los ciudadanos convencidos de que aquellas actuaciones juridiccionales, unas más benévolas y otras más rigurosas, quizás habrían cambiado de signo si se hubiese permutado la identidad de los implicados.

Un fenómeno similar se está produciendo actualmente con la numerosa y próspera familia de Jordi Pujol. Parece evidente que la complejidad del caso explica la dilatación del proceso, pero al ciudadano medio le cuesta entender cómo los presuntos autores de unos hechos tan flagrantes e indignantes llevan años disfrutando de una vida completamente normal. 

Sería intolerable cerrar este asunto con una regañina palaciega, cuando cualquier ciudadano iría a la cárcel por infinitamente menos

Lamentablemente, este tipo de situaciones fomentan la percepción social de que resulta legalmente más oneroso defraudar mil euros que mil millones, un sentimiento que erosiona el respeto y la adhesión popular que el aparato de justicia requiere para realizar su labor en condiciones óptimas. 

Acaban de cumplirse cinco años desde que el expresident pronunciara un desconcertante discurso ante la comisión de investigación del Parlament, que quedó grabado a fuego en la memoria de millones de catalanes: «Si vas segant la branca d’un arbre, al final cau tota la branca, tots els nius que hi han. Caurà aquell d’allà, aquell d’allà… No, és que després cauran tots!».Aquella poco velada amenaza se apoyaba, presuntamente, en una siniestra colección de dosieres amasada por el Molt Honorable, cuya difusión dejaría en muy mal lugar a numerosas personalidades de la vida pública española. Desde un principio se rumoreó que una de las posibles víctimas de aquellas informaciones era Juan Carlos I, lo que ha facilitado que los aficionados a la conspiración vinculen los recientes apuros judiciales que sufre la familia de la «madre superiora» con el hecho de que las andanzas reales hayan dejado de ser un tabú. 
En mi opinión, la coincidencia temporal del auto del juez de la Mata con la última cantata de Corinna parece cogida por los pelos, aunque sí es cierto que cualquier chantaje se diluye como un azucarillo en cuanto la información sensible pasa a ser de dominio público.

Efectivamente, a principios de marzo, la Tribune de Genève destapó la investigación suiza sobre una cuenta controlada por el rey emérito, abierta a nombre de la fundación panameña Lucum, donde el soberano saudí Abdullah ingresó 100 millones de dólares, 65 de los cuales acabaron en manos de Corinna Larsen. Las conexiones de estas transferencias con la adjudicación del AVE a La Meca obligaron a Felipe VI a renunciar a cualquier herencia que pudiera recibir de su padre y a retirarle su asignación anual. Poco después, The Telegraph hizo pública la existencia de Zagatka, una segunda fundación que ocultaba patrimonio de Juan Carlos I en Liechtenstein, mientras su antigua amante denunciaba amenazas de muerte en la prensa británica. Las últimas grabaciones del excomisario Villarejo, en las que la ‘amiga entrañable’ acusa a toda la familia real de beneficiarse de los trapicheos económicos del patriarca, colocan a la institución monárquica en una posición más que delicada.

En los mentideros de la Villa y Corte se asegura que el actual soberano tiene decidido expulsar a Juan Carlos I de la Zarzuela y retirarle el título real. Sin embargo, si los hechos que están saliendo a la luz se confirman, resultaría intolerable cerrar este asunto con una regañina palaciega, cuando cualquier ciudadano daría con sus huesos en la cárcel por infinitamente menos. 

Es cierto que el artículo 56 de la Constitución declara que la persona del rey «es inviolable y no está sujeta a responsabilidad», pero el sentido común obliga a interpretar este precepto en sentido restrictivo, es decir, predicándolo exclusivamente respecto de los actos realizados como Jefe del Estado. ¿Acaso algún descerebrado defendería que el monarca quedara impune si asesinase públicamente a un ciudadano? Sin duda, la existencia de personas intocables resulta sustancialmente incompatible con la defensa de un Estado de Derecho que se considere democrático.
 

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