Los testamentos cruzados

Afortunadamente los testamentos cruzados acaban casi siempre bien

19 mayo 2017 22:48 | Actualizado a 22 mayo 2017 18:12
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Un lector de mi anterior Tribuna (“Desheredados y culpables”) me escribía quejándose de las diferencias existentes entre las Comunidades Autónomas en materia de derecho sucesorio y señalando la necesidad de una armonización a nivel de todo el Estado. El amable lector incurría en un error que he observado que es bastante habitual en el público en general. Creer que estas diferencias proceden del Estado surgido de las Autonomías, y por lo tanto, de la Constitución vigente. Es cierto que este texto ha permitido un amplio desarrollo de los derechos civiles locales pero la elección de los caminos a seguir son muy anteriores y se remontan a los siglos pasados.

En el siglo XIX cuando Italia y Alemania estaban construyendo sus Estados elaboraron sendos Códigos Civiles para componer una unidad superior. La centralista Francia ya hizo sus labores en tiempo de Napoleón, de quien se dice que declaró con inteligencia: “Todo pueblo necesita un Código Civil”. Por su parte, el Reino de España quiso seguir los precedentes de Francia y fracasó (Proyecto de 1851), hasta el punto que tuvo que admitir con desgana que en estas tierras era tarea difícil la uniformidad y que sólo podía procederse por etapas (la primera de las cuales fue el Código Civil español de 1888).

Las materias sucesorias (especialmente en Cataluña, pero también en Navarra, Aragón, Baleares, País Vasco, y en menor medida Galicia, quedaron no sólo fuera de la uniformidad prometida sino enfrentados en sus principios y en sus reglas. Los españoles a la hora de morir no éramos iguales, ni por aproximación, y seguimos sin serlo. La Constitución actual, con la consiguiente autonomía legislativa, no hizo más que ahondar en el proceso; y Cataluña, seguramente pensando en el dicho de Napoleón, se dotó a principios de este milenio de un texto legal que lleva por título Código Civil de Cataluña.

Ejemplos de estas diferencias hay muchos, pero me voy a quedar con uno, que vamos a denominar el “testamento del catalán” y el “testamento del castellano”. Que nos perdonen los andaluces, valencianos, murcianos, manchegos, extremeños, canarios, cántabros y asturianos, porque entran con los castellanos.Y no nos olvidemos de los de Ceuta y Melilla, que también entran.

Cuando llega el tiempo de poner las cosas en orden para la otra vida, la pareja o el matrimonio con hijos comunes acuden al estudio del notario para hacer testamento. También van los que no los tienen o los tienen de otras relaciones, los “rejuntados” y solteros, pero eso es otro tema.

Vamos a suponer que la pareja se lleva y se ha llevado a lo largo de su convivencia más o menos bien, sin entrar en profundidades porque habría mucho que hablar; que los hijos hacen lo que quieren, pero al final no son malos hijos, es decir, que algunas veces aparecen por casa a verte; y que pese a las hipotecas, enfermedades, ruinas, falsos amigos, y otras cosas por el estilo, la vida ha transcurrido plácidamente.

Las preguntas y preocupaciones tanto aquí como allá son las mismas, la situación idéntica, pero el final puede ser distinto y muy distinto.

La pareja o el matrimonio catalán opta la mayoría de las veces por nombrarse herederos y a la muerte de los dos por nombrar herederos a los hijos por partes iguales (“de ti para mí y de mí para ti, y luego a los hijos”). La pareja o el matrimonio castellano por nombrarse usufructuarios universales y a la muerte de uno (no de los dos) por designar herederos a los hijos también por partes iguales. En ambos casos, cada uno puede cambiar sin contar con el otro su disposición.

El viudo o viuda catalán queda dueño de los bienes (tanto de los que ya eran suyos como los provenientes de su pareja) y puede hacer con ellos lo que le plazca. Los hijos seguramente empezarán seriamente a preocuparse cuando se vaya a bailar y puede que no les falte razón.

El viudo o viuda castellano se asegura que no le dejen en la calle y que pueda cobrar las rentas y dividendos, pero los hijos pueden dormir tranquilos si su progenitor sale de casa con la vecina, porque ya son herederos (al menos del fallecido).

¿Qué tienen los castellanos que no tienen los catalanes, o viceversa, por qué ante una situación idéntica podamos llegar a resultados distintos? ¿Es que los catalanes quieren más a sus parejas, o se fían más de ella, que los castellanos? No, al menos en el amor, tanto unos como otros estamos en igualdad de condiciones. La diferencia se encuentra en el distinto derecho sucesorio que recomienda una solución en un caso, y otra en el otro, y que ha llevado a una práctica generalizada que ha quedado plasmada en los protocolos notariales.

Podemos buscar las diferencias entre castellanos y catalanes, que hemos visto que las hay; pero también podemos buscar las semejanzas, que se encuentra precisamente en algo tan simple como la confianza.

Los dos, sean catalanes o castellanos, confían en su pareja y en sus hijos, muy pocas veces cambian sus testamentos a la muerte de uno (y muchos menos en vida), y al final, el resultado viene a ser idéntico en Castilla o en Cataluña (los hijos heredan). Aunque los catalanes le ponemos el morbo de la inseguridad.

¡Claro que no siempre es así¡ Que incluso en vida de los dos, uno cambia sin decírselo al otro el testamento; que con más justificación a su muerte; que en ocasiones el baile acaba en algo más y en algo menos para los hijos; que la vida da muchas vueltas...

Pero, aunque a veces pensemos lo contrario, los seres humanos creemos y confiamos en los demás, y afortunadamente los testamentos cruzados acaban casi siempre bien.

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