Los turistas son los demás

Algunos anticipan una nueva forma de viajar más ética, otros el fin del mundo global. Yo me veo incapaz de futurologías
 

26 mayo 2020 10:45 | Actualizado a 27 mayo 2020 16:35
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1. Soy un turista y a veces no me queda otra que contratar servicios para turistas. Lo acepto. Supongo que la realidad se impone y, si uno no es un caso perdido, desinfla cualquier impulso automitologizante. Turistas fueron los que emprendieron el grand tour por Europa, una de las costuras históricas del continente. Turista se reconoce mi escritor de viajes favorito, Javier Reverte. Y, sin embargo, el impulso de rechazo al turismo es casi tan universal como el turista. 

2. Es septiembre, 2019. Vuelvo de un viaje por Taiwán y Okinawa y me dedico a leer noticias que he ido guardando durante el verano: «Este paisaje no existe: cuando el postureo fotográfico se va de las manos en busca de un like», «Bali se harta de los mochilimosneros», «críticas a una turista que intentó liberar a unas gallinas del zoco de Tánger por la fuerza», «ir a ver pobres».... Me incomoda este catálogo de bobos (de «bourgeois-bohemian» pero también de los otros), por lo que revela del viaje convertido en consumo pero también por resultar demasiado evidente, demasiado exculpatorio: no me cuesta ver ahí cosas que yo no hago. Podría decirlo: yo no soy turista.

3. Y aún así, yo vuelo con esas gentes, comparto con ellos hoteles y hostales, visito algunos de los mismos sitios. Aunque me comporte como alguien decente una vez en mi destino, he llegado allí usando la misma maquinaria sobreacelerada. Si lo que hago es diferente, lo será en el adjetivo, no en el nombre.

4. El viaje como una forma poco disimulada de (post)colonialismo, de una parte, y la máquina destructora, casi tolkieniana, de otra. Quiero volver al viaje que no he cerrado y a la vez cada vez soy más consciente del incendio turístico.

5. No me bastará con reconocer mi complicidad. Tampoco con la autoflagelación, la despreocupación o el «postureo ético». No creo demasiado en ninguna de esas cosas. Tampoco confío en las alternativas oficiales, cosméticas: las industrias han encontrado maneras de vendernos tanto la culpa como la expiación sin cambiar de caja. Hay un ecologismo Coca-Cola. Y aún así, viajo. O sea, hago turismo. ¿Por qué viajamos los que nos espantamos con el sobreturismo? ¿Qué aporta tanto movimiento que no sea capricho, consumo o vanidad?

6. Pilar Rubio, editora de La línea del horizonte, cuenta en una entrevista que «los libros de viajes están en crisis porque viajar se ha convertido en algo banal, superficial y narcisista». Habla de gente que viaja sin «profundizar en aquello que viven en sus periplos». 

7. Se puede viajar a la superficie y volver tal como nos fuimos. Viajar no abre la mente, no cura los nacionalismos ni nos ayuda a conocernos a nosotros mismos por ciencia infusa. Llevo demasiados años viviendo cerca de Magaluf para saber que el turismo puede embrutecer. Recordaba la filósofa Amelia Valcárcel que nuestro país estuvo durante demasiado tiempo condenado a ser Sur, a un exotismo de servicios del que no podía salir. Y puede que ahora viajemos nosotros, pero seguimos viéndole las resacas y los culos a un Norte que viene a nuestras terrazas y nuestras playas a recordarnos que no son más civilizados, ni menos humanos, que nosotros. 

8.Leo Mitos del viaje, de Patricia Almarcegui, que se convierte pronto en uno de mis libros favoritos sobre el tema. Almarcegui reconoce que turistas y viajeros comparten espacios y sistemas, pero señala una diferencia vital entre ellos: la intención. Los segundos se mueven por un impulso de estar ahí. El viajero busca el contacto y el conocimiento. Viaja porque hacerlo tiene un valor testimonial, de dar fe, de comprobar lo que la información mediada no puede hacer. Viaja porque favorece la mirada, esa mirada que, nos recordaba John Berger, está antes que la palabra. Viaja, sobre todo, para recorrer los pasos de otros que viajaron antes, continuando una cadena de escrituras del viaje que crea cultura. Y esa es la idea que más me enamora de Almarcegui: el viaje como palimpsesto.

9. Es abril, 2020. Llevamos ya unas semanas encerrados en casa por la pandemia. El coronavirus ha viajado ya por todo el mundo, haciendo que cancelemos hasta el más mínimo de nuestros movimientos. No iré a un congreso en Polonia, al Camino de Santiago portugués, a la ciudad donde vive mi familia. Algunos anticipan una nueva forma de viajar más ética, otros el fin del mundo global. Yo me veo incapaz de futurologías. Lo único que me repito estos días es que el viaje ha sido, históricamente, más la norma que la excepción, y que cincuenta días de encierro no pueden torcer esa inercia.

10. Es mayo pero, por una vez, en la isla no hay ni rastro de esos turistas que se emborrachan, se desnudan, gritan en el aeropuerto, saltan desde balcones. Convendría repensar ese turismo, siquiera para que nuestra economía no dependiera de gente que acaba hospitalizada por coma etílico o «precipitación». Convendría seguir acogiendo (el viaje y la hospitalidad son fenómenos hermanos), pero acoger con amistad cívica, sin servilismos, sin historias de terror. Si hay de verdad diferencia entre turistas y viajeros, convendría encontrar y escuchar a los segundos.

11. Sigo sin grandes soluciones al descalabro que supone el turismo moderno. Sí tengo algo más claro, al menos, mi ideal de viaje: una apertura al encuentro no forzado, a una acumulación que no tiene prisas por sacar grandes conclusiones (que huye del «he vuelto muy cambiado») y que aprecia la transformación lenta, entendida sólo hacia atrás. Una forma de deriva que no exige que le atiendan sino que, como el viajero de Cela, agradece lo que le es dado. Un viaje que no es escapismo (huir de: del trabajo, de la responsabilidad, de la rutina) sino búsqueda (viajar a, aunque no se sepa a dónde). Un viaje que quiere profundidad sin imposturas ni renunciar a la feliz alegría de la buena frivolidad, de lo lúdico. A algo así aspiro y por algo así salgo de casa. Espero que la pandemia no acabe con las estructuras que permiten este viaje. Las necesitamos para seguir añadiendo capas al palimpsesto, para que el mundo sea (aún más) conversación, encuentro, polifonía.

Víctor Navarro es profesor en CESAG (U. P. Comillas). Doctor en Comunicación Audiovisual y Game Studies (URV, 2013). Postgrado en Escritura de Guion de Televisión de Entretenimiento y Humor (UPF-IDEC, El Terrat, 2009). Autor del libro ‘Cine Ludens: 50 diálogos entre el juego y el cine’ (Editorial UOC, 2019).

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