'Mater incerta est'

La culpa de todo el embrollo en que estamos inmersos se debe a los salmones

19 mayo 2017 15:57 | Actualizado a 21 mayo 2017 14:17
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El 6 de febrero de 1985 tres personas (la señora Whitehead, su esposo y el señor Stern) se pusieron de acuerdo en inseminar artificialmente a la mujer con el semen del señor Stern. En realidad, la señora Whitehead no quería ser madre sino ayudar (suponemos que a cambio de una retribución) al Sr. Stern y a su cónyuge a tener un hijo. Nació una niña. El conflicto surgió cuando la señora Whitehead no quiso cumplir el contrato y reclamó la maternidad de la recién nacida, que mientras tanto había sido adoptada por la esposa del señor Stern. El primer tribunal declaró válido el contrato; pero el segundo en apelación lo consideró nulo y declaró a la señora Whitehead como madre legal, revocando en consecuencia la adopción. Suponemos la cara que se le quedó al matrimonio Stern.

En estos tiempos que nos han tocado vivir, todo, o casi todo, se ha puesto en duda. Todo, menos un principio que se ha mantenido a lo largo de los siglos y que los romanos simplificaban con una frase de las suyas: madre (biológica) es siempre cierta porque la madre es la mujer que da a luz. Basta ver el nacimiento y no equivocarse sobre la identidad del nacido (que no nos den el cambiazo como en más de una ocasión ha ocurrido), para derivar de ello, sin más, la maternidad de la parturienta y la filiación del nacido.

Y así ha seguido siendo hasta hace poco tiempo en que, como hemos visto en el caso de la señora Whitehead, se ha abierto la caja de Pandora y los conceptos de maternidad y de paternidad han sido también puestos a prueba. La culpa de todo el embrollo en que estamos inmersos se debe a los salmones. Se tiene referencia que en 1765 el alemán Ludwig Jacobi se dedicaba a inseminar los salmones en una piscifactoría y con ello a conseguir más beneficios que los de sus competidores. Esa misma idea de jugar con el material genético llevó a un italiano, Paolo Mantegazza, a descubrir en 1866 que el esperma humano podía conservarse con facilidad si se bajaba la temperatura y a proponer crear depósitos para que pudiesen ser embarazadas las viudas de los soldados muertos en la guerra.

Ya en nuestra época los acontecimientos se precipitaron. En 1978 nacía en Inglaterra una hermosa niña que recibió el nombre de Louise Brown e hizo feliz a los Brown. La particularidad del nacimiento se encontraba en que el embarazo no era consecuencia de relaciones sexuales entre los progenitores, sino a la pericia de un equipo médico que había conseguido una fecundación in vitro. Esto en cierta forma nos acercaba a muchos pueblos que no asocian el nacimiento al sexo tenido entre dos personas nueve meses antes sino a causas mágicas de difícil explicación.

Otra preciosa niña australiana, Zoe Leyland, nació el 13 de mayo de 1984, gracias a los científicos de la Universidad de Monash en Melbourne. En este caso la novedad se encontraba en que el proceso se inició (o continuó) con un embrión que había permanecido congelado durante dos meses. Las posibilidades, y al mismo tiempo, los temas éticos, se multiplicaron, y un montón de personas se pusieron las manos en la cabeza. Quizás por eso algunos otros centros australianos (como el Centro Sanitario Flinders de Adelaida) optaron por congelar los óvulos y evitar la de los embriones, dejando para un momento posterior el proceso de fertilización artificial.

Las técnicas de reproducción asistida prescinden de la gestación como un proceso divertido que empieza con el sexo y lo convierten en algo tan aburrido como es un proceso médico, aunque no exento de emoción porque no siempre estaremos seguros del resultado. Es la liberación de los espermatozoides y los óvulos de sus portadores originales para jugar con ellos en múltiples combinaciones.

De todas las posibilidades que proporcionan las técnicas de reproducción asistida (en su doble variante de inseminación artificial y fecundación in vitro) hay dos que tiran por tierra todos los principios hasta ahora seguidos y que requieren una nueva construcción ética y jurídica sobre los conceptos de paternidad y maternidad.

La primera es conocida con el nombre de subrogación maternal (‘vientres de alquiler’), que a su vez admite diversas variantes según el material genético utilizado, pero que en el fondo supone que la persona que da lugar a luz es una simple tercera de los ‘verdaderos progenitores’. El caso con que hemos comenzado nos sitúa en alguno de sus problemas. Nuestro viejo aforismo latino (mater semper certa est) queda tocado y hundido.

La segunda se conoce con el nombre de fecundación post mortem, es decir, fecundar a una mujer con el material genético de una varón fallecido. La regla de que una generación sigue necesariamente a la siguiente en una cadena que no se rompe nunca queda igualmente tocada.

Todavía podríamos llegar a una tercera posibilidad, que impresiona, y que es una combinación de las anteriores, la fecundación post mortem de doble vía, es decir, cuando los engendradores (varón y hembra) están muertos y se acude a los ‘servicios’ de una tercera mujer, que es la que va a terminar el proceso de gestación y la que va a dar a luz.

E incluso, hasta podemos imaginar (por el momento sólo imaginar) que esta tercera persona sea sustituida en el futuro por una máquina, no sabemos de qué sexo. Algo muy parecido al mundo ideado por Woody Allen en El Dormilón, donde sus habitantes hacen el amor o se confiesan por medio de la robótica.

La historia que empezó con unos salmones no sabemos ahora cómo acabará. Intentaremos dar unas pistas en la tribuna siguiente.

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