Meditaciones de la hora presente

Mientras entre el pueblo sencillo las personas de todo criterio ideológico y de todo estrato social soslayan la política y colaboran ayudándose unos a otros, en el Congreso sus señorías se lanzan unos a otros las más groseras diatribas y filípicas

13 mayo 2020 16:20 | Actualizado a 19 mayo 2020 11:40
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Estos dos últimos meses, de obligado confinamiento, hemos tenido ocasión de meditar sobre muchas cosas, tal vez la principal ha sido el constatar que los ciudadanos de este país le damos sopas con honda a nuestra clase política en temas como patriotismo y solidaridad.

Mientras entre el pueblo sencillo las personas de todo criterio ideológico y de todo estrato social soslayan la política y colaboran ayudándose unos a otros, resulta que en los antros directivos de la nación, en el salón de los Pasos Perdidos y en los regios escaños del Congreso, sus señorías se lanzan unos a otros las más groseras diatribas y filípicas, tildándose recíprocamente de inútiles. Ni siquiera ante un riesgo tan atroz como el coronavirus han sido capaces de formar un equipo unido y mancomunado para hacer frente a la tragedia. Tal vez tengan grabada en su alma la sentencia de Larra: «Devorar o ser devorado, vencer o ser vencido es ley implacable de la Naturaleza».

Jamás una epidemia se había mostrado tan voraz y mortífera con los ancianos y con la clase médica. En el ancho mundo los ancianos mueren a miles y los médicos y enfermeras a docenas. Y nadie parece oír las trompetas del Apocalipsis tocando a rebato en todos los ámbitos de la Tierra. Aquí todos somos sabios y eso del coronavirus nos acaricia la mente como si de un juego psicológico se tratara. 

Recientemente mi ilustre paisano Julio Llamazares, refiriéndose a la pandemia del coronavirus, escribía en El País con cáustica ironía: «Todos lo habríamos hecho mucho mejor que el Gobierno, puesto que todos somos expertos en epidemiología y en gestión de crisis».

Según el relato bíblico, durante el diluvio universal, dictado por Dios para castigar la perversión humana,  nuestro padre Noé soltaba una paloma desde el  arca; si el ave regresaba es que lo encontraba todo inundado, pero una de las veces la paloma volvió a las manos de Noé trayendo en el pico una ramita de olivo, lo cual significaba que había encontrado tierra firme. Eso dio por terminado el diluvio tras cuarenta días de inundación.

Pero el ser humano, único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, siguió prevaricando hasta que en otro momento histórico el Señor se vio obligado a sentenciar: «Traedme diez justos y salvaré a Gomorra». Pero sólo había uno justo, que era Lot, y Yahve arrasó Sodoma y Gomorra y convirtió en estatua de sal a la mujer de Lot por mirar atrás.

Nuestra pandemia actual ¿no será también un castigo divino por haber destruido la obra del Creador o de la naturaleza, aunque esto perezca un simple panteísmo semántico? A reconocer que en algo se ha salido ganando con el Covid-19, por ejemplo la atmósfera, que es ahora mucho más limpia de lo que era antes del ataque vírico. Durante este tiempo un silencio lleno de majestad se ha extendido por calles y plazas, aunque, según parece, nos acercamos de nuevo a aquella faceta del paisaje que parecía llevar el sello de la histeria. 

Nosotros llevamos ya casi sesenta días de confinamiento o de libertad restringida y no sabemos cuándo acabará. Ni siquiera disponemos de palomas mensajeras para enviarlas a investigar lo que ocurre más allá de nuestro horizonte cercano. Y los que ya tenemos cierta edad no lo sentimos por nosotros mismos -que estamos quemando el último cartucho de nuestra vida-, sino que nos duele el pensar en la tierra esquilmada que vamos a dejar en herencia a nuestros hijos, nietos y biznietos, que llegan a la vida cargados de ilusiones como llegamos nosotros cuando éramos niños. Y aunque ya se vislumbran algunas libertades en el confinamiento todo parece augurar que una sociedad como la anterior a la pandemia no se verá jamás.

Volviendo al principio, este tiempo de encierro doméstico nos ha sido propicio para meditar. Y hemos meditado también sobre la moral y sobre la dialéctica. Y hemos llegado a la conclusión de que se escucha con más atención y placer a la persona que mejor habla, aunque mienta, que a la que se expresa con titubeos o con torpeza aunque diga la verdad. Y lo cierto es que la dialéctica manejada por los antiguos sofistas dejó de ser el arte de hablar para convertirse en el arte de mentir. Conocemos a muchos oradores honrados y veraces, incluso dentro de la política, aunque también existen parlanchines de feria o «bocamolls», como se dice en catalán. Por todo lo cual resulta que muchas veces escuchando a ciertos oradores aforados se nos hace difícil dilucidar si nos dicen la verdad o si nos levantan la camisa.

César Pastor Diez es escritor e hijo adoptivo de Tarragona

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