Nada que celebrar

Nos hemos dejado enredar en un peligroso juego del que nadie saldrá bien parado

25 septiembre 2017 11:20 | Actualizado a 25 septiembre 2017 11:21
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Los hiperventilados de uno y otro signo se han hecho últimamente dueños de las redes sociales, demostrando una escasa habilidad para disimular su euforia ante los graves acontecimientos que estamos viviendo. Disfrazan el entusiasmo con un velo de cabreo, ya sea por el veto español al referéndum o por las detenciones de electos soberanistas, ya sea por las ilegalidades del proceso de secesión o por la monopolización independentista de todo lo que se le pone por delante. Son fácilmente identificables por su irrefrenable tendencia a conceder y retirar carnets de demócrata (sobre todo a lo segundo). Las principales víctimas de estos nuevos Torquemadas somos quienes denunciamos corresponsabilidades bilaterales en el actual esperpento: se nos acusa de calculada equidistancia, cuando el hecho es que nos llueven palos desde todos los frentes, y podemos ser simultáneamente tachados de fascistas mesetarios y sediciosos rupturistas por defender, por ejemplo, que el 1-O es un disparate jurídico pero que un conflicto político exige soluciones políticas. En fin…

Creo que ya ha llegado el momento de bajarnos del tiovivo, y aparcar el interminable debate sobre legalidad y legitimidad que nos ha ocupado los últimos años. Todo eso ya es irrelevante. Aunque el independentismo ha pretendido imprimir una pátina legalista a sus movimientos, resulta más que evidente que asistimos a una revolución en toda regla, y en este marco importa bien poco si los pasos emprendidos se atienen o no al ordenamiento vigente. Los referentes del secesionismo catalán ya no se encuentran en Escocia o Canadá, sino en aquellos procesos de ruptura que únicamente han apelado al voluntarismo militante. En ese sentido, resulta hoy ridículo intentar frenar a un independentista recordándole un artículo de la ley (eso sí, cabe reprocharle que finja asombrarse ante la inevitable reacción del poder establecido).

Supongo que el entusiasmo al que antes hacía referencia tiene su origen en un antiguo y larvado proceso de encabronamiento grupal. El secesionismo llevaba tiempo deseando que el Govern pegara fuego al «yugo del españolismo opresor», y sus contrarios exigían atajar contundentemente la «deriva sediciosa del independentismo». Así, pese a vivir momentos críticos para nuestro futuro colectivo, ciudadanos ordinariamente razonables parecen estar más cachondos que un ciervo en la berrea viendo al Parlament saltarse a la torera su propio reglamento o a los aparatos del Estado humillando a las principales instituciones catalanas. Se está yendo todo al garete, pero unos y otros están haciendo realidad sus fantasías más íntimas.
Sin embargo, también existe un enorme sector de catalanes que asistimos al espectáculo con inquietud y tristeza: inquietud porque esto tiene pinta de acabar fatal, y tristeza porque resulta evidente que esta incierta revolución podría haberse evitado con una mínima dosis de pragmatismo por ambas partes. Hemos sufrido las consecuencias de una fatídica alineación planetaria entre un Govern desatado (Artur Mas versión Cecil B. DeMille) y una Moncloa catatónica (Mariano Rajoy con menos cintura que un gnomo de escayola). Aun así, desde mi punto de vista, lo más preocupante en estos momentos no es si Catalunya será o no una república independiente (personalmente creo que lo será, aunque no de forma inminente) sino el tiempo que tardaremos en cicatrizar una fractura anímica que ha reventado las costuras internas de la sociedad catalana.

Por todo ello, frente a quienes en estos precisos momentos festejan irresponsablemente que el independentismo se haya hecho dueño de las calles, y frente a aquellos que aplauden ingenuamente que el Estado esté exhibiendo una demostración apabullante de su poder, sólo puedo decir que estos días no tenemos nada que celebrar. Estamos viviendo un desastre colectivo en toda regla, un fracaso sin paliativos de la clase política, un funeral de la cohesión social, una voladura de nuestro sistema de representación…

Durante los próximos días seremos testigos de un choque brutal entre la fogosidad revolucionaria y el rodillo legal, y como todos sabemos, en los impactos frontales nadie resulta indemne. El accidente probablemente destroce a uno de los implicados (todavía no sabemos a cuál) pero ello no significa que la contraparte se salga con la suya. ¿Algún dirigente independentista considera que hoy en día es viable fundar un nuevo Estado con la mitad de la población en contra? ¿Algún miembro del gobierno español cree posible imponer indefinidamente a Catalunya un modelo territorial que cuenta con el rechazo explícito y militante de medio país? Pese a ello, los representantes del secesionismo no pueden recular a estas alturas sin ser devorados por los suyos, y las autoridades estatales tampoco pueden contemporizar sin admitir implícitamente que España es un Estado fallido donde resulta imposible aplicar su propio ordena- miento jurídico.
Nos hemos dejado enredar en un peligroso juego del que nadie saldrá bien parado. Todos lo vimos venir, pero los que podían haberlo evitado no hicieron nada por detenerlo. Incluso avivaron las llamas. Aleja jacta est.

danelarzamendi@gmail.com

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