Naturaleza y cultura

19 mayo 2017 20:03 | Actualizado a 21 mayo 2017 21:12
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Al principio de los tiempos los seres humanos correteábamos desnudos y sin depilar por la sabana africana. Éramos felices en el Paraíso hasta que, con lo de la manzana, Eva abrió la caja de los truenos. Supuestamente. Los truenos eran muchos: el territorio, la comida, el sexo… que continuamente provocaban escaramuzas, pues ya se sabe que la conciencia y la inteligencia son armas de doble filo. Las cosas se fueron complicando, y nos dimos cuenta de que –aparte de un taparrabos– también necesitábamos algún tipo de organización social que terminara con las escabechinas y nos diera seguridad, porque aquello se había convertido en un sin vivir. Y así, los machos alfa del grupo simiesco fueron evolucionando a caudillos de la aldea-estado, luego ciudad-estado y más tarde Estado a secas, con su incipiente código de leyes y su división del trabajo.

La ocurrencia sirvió, pues, para controlar ‘el estado de naturaleza’, que fue sustituido por un ‘status civilis’, mediante un contrato en el que cada individuo transfería su derecho (su libertad de acción) al susodicho Estado (Hobbes, Locke…). Esa forma de manipulación del mundo entraba de lleno en lo que entendemos como cultura, ya que ésta proporciona métodos eficaces para satisfacer las necesidades básicas y de seguridad psíquica. Eso sí: se trataba de cultura patriarcal y de guerra. En aquel pasado remoto nuestra conciencia no admitía otra cosa que no fuera la autoridad del patriarca y el garrote y tente tieso, como forma de resolver los conflictos. Mientras el Estado hacía sus pinitos –más bien con malos modos–, en la historia que venía de lejos se había instalado, como digo, el patriarcado. Y así, desde el Neolítico hasta nuestros días, el hombre –con el Estado o sin él– ha ejercido su dominio sobre tierra, mar, aire, subsuelo y toda la biosfera, incluida la mujer. Este último dominio sobre nosotras fue, originariamente, por nuestra cercanía a la Naturaleza y, luego, por otros variopintos y oscuros motivos que ahora no vienen al caso. Lo cierto es que el ‘rey de la creación’ ha recorrido el planeta de cabo a rabo. Y ya no queda espacio por explorar. El saqueo de la Naturaleza ha sido del tal calibre que, como todo el mundo sabe, hoy corremos el riesgo de morir envenenados y sepultados por nuestras propias basuras. La oposición Naturaleza-Cultura establecida por nuestra civilización como forma organizativa mediante el Estado y las instituciones –en manos mayoritarias masculinas–, el fracaso de las ideologías –todas hijas del racionalismo– y la existencia de armamento convencional, nuclear, químico y bacteriológico…son un peligro planetario y han puesto en evidencia la inoperancia del dominio masculino. Se trata de un comportamiento de autodestrucción. Tanto la guerra como el deterioro medioambiental constituyen el aspecto externo de una problemática mucho más profunda, una problemática que tiene que ver con la interioridad humana. Tal vez no regresemos al Paraíso, pero la cultura y el Estado han de adoptar nuevos enfoques. No se trata de volver a las cavernas o al ‘buen salvaje’, sino más bien de recuperar los ritmos naturales y respetar la vida. En paz. Y no contra ellas, sino con ellas. Me refiero a la Naturaleza y a las mujeres.

Ni los enfrentamientos armados ni seguir jeringando a ambas puede ser bueno para el conjunto, pues el aspecto panrelacional de todo cuanto existe ha sido puesto en evidencia por la física cuántica. Por ejemplo: estamos viendo que las guerras y la pobreza de otros lugares ejercen un efecto bumerán hacia nuestro mundo rico civilizado. Estornuda un japonés en Tokio y aquí nos llegan sus bacterias. Lo del ébola, lo del Zika, la economía, el aire que respiramos, las aguas… nos ofrecen continuamente pruebas de que el mundo es de una sola pieza. Asimismo materia, mente y espíritu también son una globalidad, y sin embargo seguimos compartimentando peligrosamente la realidad, y pensamos que las numerosas deposiciones machistas que aún se dan, o que cualquier violencia, no van a afectarnos, porque están alejadas de nuestra cotidianeidad. Pero eso no es cierto. Todo está relacionado y no hay partes en absoluto. Y lo lamentable es que la escisión esquizofrénica entre lo material y lo espiritual está desfinalizando nuestra cultura mediterránea. Es una lástima, pues no en vano en este lugar del mundo se inició la civilización. El científico James Lovelock –autor de la hipótesis Gaia– concibe a la Tierra, entera, como un organismo vivo, con la idea central de la interdependencia ecológica, también estudiada por Theodore Roszak, por Fritjof Capra y otros… La revolución ecofeminista forma parte del movimiento mundial contra la dominación y explotación de todo lo vivo. Y por ese motivo está relacionada con el no a la guerra. Es de vital importancia comprender que «la vida, con toda su complejidad, su auto-organización, panrelacionalidad y autotrascendendcia, es el resultado de las potencialidades del mismo Universo» (L. Boff). Nada menos.

No hay que ser muy avispado para descubrir que cuidar la vida tiene más valor que destruirla. ¿Y del Estado, qué? H. Marcuse nos dice lo siguiente: «la organización para la paz es diferente de la organización para la guerra; las instituciones que prestaron ayuda en la lucha por la existencia no pueden servir para la pacificación de la existencia. La vida como fin difiere cualitativamente de la vida como medio». En lugar de trabajar para eso, el Estado –que debería ser controlado por los ciudadanos– está siendo sustituido por un estado de control (G. Orwell), con el pretexto de una seguridad que no nos asegura demasiado, especialmente si la amenaza viene de una catástrofe medioambiental. Añadamos la minusvalía de los gobiernos que se dejan mangonear por las élites que imponen las leyes y las actividades económicas que les benefician, en detrimento de otras alternativas. Luego está el asunto de en qué se gastan nuestros dineros… y la ignorancia sideral de buena parte de la población, y la deuda insostenible que le viene de perlas al capitalismo… Es urgente inventar otro modo de vivir. Ya basta de hacerles el caldo gordo a los amos del mundo, esos pitecántropos que nos quieren llevar a las postrimerías. No en mi nombre.

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