¡No brillar!

La guerra no es un determinismo idiota, sino algo que depende de los que toman decisiones

19 mayo 2017 19:27 | Actualizado a 21 mayo 2017 17:14
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‘Brillaba en una floresta/ en una noche sombría,/ la luciérnaga modesta,/ que ignoraba que lucía./ Envidioso de su brillo,/ cierto sapo que la vió,/ fue y le escupió al gusanillo /veneno que lo mató./¿Por qué –exclamó falleciente–/ a un indefenso matar?/ Y escupiendo nuevamente/ dijo el sapo: ¡No brillar!». Esta magnífica fábula de Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880) resume magistralmente cómo suelen comportarse aquellos que no pueden soportar que alguien sobresalga. El envidioso intenta por todos los medios denostar, ensuciar y apagar cualquier brillo, para que todo siga en las tinieblas, porque la luz pondría de relieve sus defectos que, sin embargo, pasan desapercibidos si no hay contraste.

Es una forma de igualar por debajo, mezquina, rencorosa y con mala uva. Si esa envidia es colectiva se produce lo que yo llamo una dictadura de la mediocridad, la cual aflora, por ejemplo, cuando todo un curso escolar margina o chincha al alumno brillante, ya que su trabajo bien hecho pone de relieve el nivel de burrez, de gandulería… del resto de la clase. Pero hay más pues, como digo, el imperativo ¡no brillar! se aplica generalmente a todo lo que sobresale. ¿Y qué es lo que más sobresale? En primer lugar, lo que es más libre. Y en ese sentido me han llamado mucho la atención los ataques injustificados de algunos señores, dirigidos a la alcaldesa Ada Colau que, si bien no es propiamente una luciérnaga, ellos sí que se parecen mucho al sapo de la fábula. Y resulta asombroso, porque se trata del académico Félix de Azúa, del concejal Bermán del PP y del escritor Carlos Herrera. No siendo, creo, mediocres envidiosos, los escupitajos lanzados al alimón por ese trío, sólo pueden deberse a la misoginia pura y dura. Rebajándola a ella, esos señores se sienten enaltecidos. Vamos, que caminan por la calle con el mentón enfilado hacia la Estrella Polar. Otras muchas críticas ha recibido la primera autoridad de Barcelona, pues no actúa según los patrones establecidos por el patriarcado, sino que lo hace como una mujer con su libertad, que justamente es lo que es. Cuando las mujeres pasamos por el aro y aceptamos las reglas del juego masculinas, no se produce ninguna algarabía. Pero, ¡ay!, en el momento en que nos comportamos libremente, ‘a la manera femenina’, eso sobresale demasiado y la reacción produce ampollas. La irritación se ve claramente con el episodio protagonizado por la Sra. Colau y los militares. Veamos: nadie niega que el ejército desempeña una tarea valiosa en cuanto a formación técnica y que sin duda es una salida laboral para muchos jóvenes. Pero la alcaldesa no iba por ahí. Detengámonos un poco en las motivaciones profundas. El sueño de muchas mujeres que conozco –y el mío propio– es que las guerras desaparezcan y que, por lo tanto, desaparezcan los ejércitos, cuya tarea fundamental, a la postre, es aprender a manejar todo tipo de armamento. Armamento que mata, no lo olvidemos. Y que cuesta un dineral. Luego queda obsoleto y hay que comprarlo otra vez, más sofisticado y más caro. Un gasto estúpido a mi modo de ver. Eso para empezar. En segundo lugar y pese a la entrada de la mujer en las fuerzas armadas, a la mayoría de nosotras no nos entusiasma la milicia.

Existen en todo el planeta muchísimas mujeres anónimas y desconocidas que trabajan, por el contrario, para conseguir la paz. También hombres, no los excluyo. Porque la guerra no es un determinismo idiota, sino algo que depende de la voluntad de los que toman decisiones. Y esas mujeres y hombres luchan por un objetivo: que cese el dolor insoportable de perder hijos, hermanos, maridos, padres, amantes… para no solucionar nada, sino más bien al revés. Y los que tienen la suerte de regresar vivos de una contienda, quedan turulatos para siempre, como demostró Vietnam y otros enfrentamientos bélicos recientes. En todas las guerras se producen torturas y violaciones a la población civil, y actualmente incluso las cometen los cascos azules de la ONU. Lo sabemos muy bien. Está en el inconsciente colectivo (C. G. Jung) de todas las mujeres que en el mundo han sido. Hoy se ha desvelado, además, que durante la II Guerra Mundial los soldados ingleses de Montgomery tomaban Benzedrina antes de entrar en combate, mientras que los alemanes de Rommel le daban al Pervitin. Es decir: iban al campo de batalla drogados hasta las cejas. De modo que, lo de la valentía, el honor, la bandera… y cosas así, grandilocuentes y sonoras, pueden responder, efectivamente, a comportamientos loables que merecen medallas. Pero en otras ocasiones quedan muy en entredicho, sobre todo cuando se ordena a jóvenes soldados –con el coco comido–, que vayan, colocados, a morir por ideales a veces discutibles. También ocurren barbaridades similares con el terrorismo. Desencantados de aquí, van allá y vuelven motivados, lo cual ya da muchas pistas para comprender. El ser humano es complejo. Pero no voy a intentar dilucidar por qué suceden tragedias tan espantosas e irracionales. Doctores tiene la siquiatría y la sociología para dar explicaciones de esos comportamientos aberrantes y destructivos.

No me cabe en este artículo todo lo que podría objetar sobre el tema. Sólo un pequeño detalle: hace ya muchos años que en casi todas las escuelas se celebra el Día Escolar de la No Violencia y de la Paz, y la primera regla de la educación –en la educación no sólo interviene la escuela, sino toda la sociedad– es no lanzar mensajes contradictorios. Por lo tanto no frivolicemos la cuestión: no fue cosa de una chalada demostrar poca aceptación por la institución que no maneja, precisamente, juegos de guerra y que, potencialmente, puede causar tanto sufrimiento. La reacción de Ada Colau no fue un insulto al ejército, sino más bien la manifestación de un viejo anhelo –compartido por la mayoría de nosotras– de que las guerras finalicen de una puta vez y se consideren un atavismo del pasado, y que los hombres diriman sus diferencias utilizando la inteligencia creativa y no la fuerza bruta. Tarea difícil porque, desgraciadamente, aún hay mucho sapo oscurantista suelto por ahí…

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