Olor a romero

Los seres humanos ´especiales´, los llamados ´santos´, no necesitan de calificativos ´oficiales´

19 mayo 2017 22:38 | Actualizado a 22 mayo 2017 17:55
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Cuando yo era niña, y aún durante bastantes años después, era muy común escuchar la frase “murió en olor de santidad”, al referirse al fallecimiento de una persona, cuya vida se consideraba ejemplar, en la acepción religiosa de la palabra. Era un adjetivo que identificaba a alguien como particularmente fiel a Dios, a la religión católica, y/o al evangelio.

Pues bien: Durante los últimos días se ha hablado en los diversos medios de comunicación, de la beatificación de Oscar Romero, arzobispo de El Salvador. Se ha ensalzado su figura; se ha recordado su acérrima defensa del campesinado y la ciudadanía de su país, frente al un gobierno opresor y totalmente militarizado, y se ha comentado, de forma más o menos velada, que “ya era hora” de que se culminara el proceso que le abre el camino hacia los altares oficiales.

Verán, estimados lectores: yo, en todo aquello que concierne al testimonio de coherencia con la creencia de cada cual, digamos que soy “muy poco oficial”…Tal vez es herencia, tal vez convencimiento personal, tal vez fruto de la experiencia vital, o tal vez, y me inclino por esto último, un poco de las tres cosas. El hecho es que esta noticia, pese a lo que supone de reconocimiento público por parte de la jerarquía eclesiástica de la labor y la vida de Oscar Romero, y a la que, por tanto considero un paso positivo más en un camino especialmente espinoso, me ha hecho reafirmarme en la idea, o tal vez en la creencia, de que los seres humanos “especiales”, los llamados “santos”, ( ojo!: crean en lo que crean), no necesitan de ningún calificativo “oficial” para ser lo que son: hombres y mujeres en la total y plena acepción de la palabra. Me explicaré:

El hombre vive inmerso, desde sus primeros pasos en la tierra, en una necesidad permanente de reafirmación personal, en el ámbito que sea. Y para ello ha precisado, como del comer, del reconocimiento público, y cuanto más amplio mejor, de sus méritos personales: es la cuota de “ego” que todos llevamos en los genes, unos en ínfima cantidad, y otros en cifras desmesuradas…Esa característica del ser humano, que no hemos logrado dejar atrás, ni mucho menos, ha impulsado, e impulsa, a querer ser el mejor guerrero, rey, gobernante, artista, comerciante, banquero….etc, etc, e incluso, y ahí llegamos a pinchar en hueso, el mejor embajador y representante de la Fe; la que sea.

La Historia está llena de campeones del catolicismo, protestantismo, iglesia reformista de Inglaterra, islamismo…de las grandes religiones sólo se salva el budismo, creo. Pero, además, y concretamente en la iglesia católica, que es la que me toca de cerca, y apoyándonos en la figura del Papa y su autoridad, hemos elevado a los altares a un sinúmero de personas, las cuales, previo análisis severísimo de su conducta y méritos, han recibido y reciben el apelativo de “santos”.

Sin embargo, a mi peculiar modo de entender, todo es mucho más sencillo. Aquel sencillo, valiente y transgresor artesano llamado Yeshúa, dejó muy claro que la calidad humana de cada persona es la que, a sus ojos, la enaltece ante los “ojos” de quien él denominaba “padre nuestro”. Y a un padre no le hace falta que los demás le digan lo que vale un hijo: él lo sabe sobradamente con sólo observarle…

No quiero con ello desmerecer la decisión tomada por la institución eclesial, ni mucho menos: es bueno ver que personas generosas, coherentes y valientes hasta el fin, como Oscar Romero, son alabadas en voz bien alta. Pero sí es bueno recordar que muchos otros seres humanos, que no han alcanzado aún dicho reconocimiento, y algunos que jamás de los jamases lo alcanzarán, son por su conducta y entrega, “santos” de pleno derecho a los ojos de ese “padre nuestro”, desde hace ya mucho tiempo…Por poner un ejemplo, daría el de Vicente Ferrer, o el de Nelson Mandela, o el de Martin Luther King, o el de Pere Casaldáliga…y el de tantas y tantas personas, católicas, o de cualquier otra creencia, o de ninguna, que están “ahí”, sin miedo, defendiendo, muchas veces sin saberlo, el camino que aquel carpintero, tachado de “agitador político , y de ego inexistente, explicó hace tanto, tanto tiempo…; personas anónimas, o públicas, desparecidas o todavía vivas (no hace falta estar muerto para ser “santo”…), religiosas o laicas, o ateas, que se la juegan, que hablan, que no miran para otro lado; que denuncian la injusticia, ante quien sea; que nos ponen delante de los ojos la esterilidad de algunos “reconocimientos públicos”, cuando no van acompañados de una conciencia limpia…Personas que, como Oscar Arnulfo Romero, creyeron y creen que el mundo debe de ser mejor aquí y ahora; que la “resignación cristiana” a la barbarie de los hombres tiene bastante poco de evangélica, y que, con la Paz por delante, hay que trabajar por el oprimido y el menospreciado en el presente, para labrar un futuro más humano y justo, sin miedo a ser tachados de “politizados”. Porque ¿cuál debe de ser el fin de la política, si no la búsqueda del bien común?

“Olor de santidad”. Aroma que se desprende, metafóricamente, de las obras de los justos de todos los tiempos, creencias y orígenes. Y hoy, si me lo permiten, olor que nos recuerda, curiosamente, el que se respira en el entorno de nuestra ciudad. Aroma dulce, fresco, natural. Que nos habla de sol y alegría. Olor a Romero…

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