Operación Borgen

Frecuentemente la posición relativa resulta más útil que la fuerza objetiva

19 mayo 2017 19:59 | Actualizado a 21 mayo 2017 21:15
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Cada día aumenta el número de críticos cinematográficos que reconocen abiertamente una realidad que hace un par de décadas habría resultado prácticamente blasfema: el mejor cine actual se realiza en televisión. Todo cambió el día en que Miami Vice, Colombo o Los ángeles de Charlie cedieron el testigo a Los Soprano, Carnivàle o The Wire. Dirección, guion, reparto, fotografía, banda sonora… El día y la noche. Atrás quedaron los años en que las series constituían un género menor frente a sus hermanos de la gran pantalla.

Fue probablemente la HBO la primera productora que apostó decididamente por la televisión con mayúsculas, creando algunas sagas que frecuentemente superan los niveles de calidad de las obras destinadas a las salas de proyección. Esta revolución ha sido progresivamente entendida y asumida por los máximos exponentes del séptimo arte actual, tanto en el campo de la dirección (Steven Spielberg, Martin Scorsese, David Fincher, Steven Soderbergh, los hermanos Coen…) como de la interpretación (Kevin Spacey, Matthew McConaughey, Kirsten Dunst, Colin Farrell, Maggie Smith, Billy Bob Thornton, Robin Wright o Clive Owen). Una estrella de Hollywood que aparecía hace unas décadas en una producción televisiva mostraba su decadencia, mientras hoy confirma su estado de gracia.

En Europa, en una medida más modesta, también hemos vivido este fenómeno. Pensemos, por ejemplo, en la serie escandinava Bron/Broen, un inquietante thriller protagonizado por una antagónica pareja de agentes encarnados por Sofia Helin y Kim Bodnia. El argumento se desarrolla en Copenhague y Malmö, dos ciudades unidas y al mismo tiempo separadas por el puente de Øresund, un personaje más de la trama. Recomendable.

Sin embargo, la saga europea más alabada de los últimos tiempos no se desarrolla en un ambiente policiaco sino político. Borgen, nombre como el que se conoce en Dinamarca el palacio gubernamental de Christiansborg, es considerada por algunos una adaptación para el viejo continente de la célebre The West Wing. Personalmente no acabo de coincidir con dicha apreciación, pues me cuesta encontrar paralelismos entre ambas producciones, más allá del común intento por mostrar los entresijos ocultos en la vida interna de un gobierno. Recuerdo las siete temporadas de la serie norteamericana como un frenético festival de brillantes diálogos, repletos de erudición e ingenio (una de las marcas distintivas de Aaron Sorkin), girando en torno a un presidente prácticamente perfecto. Este planteamiento contrasta notablemente con la sobriedad expositiva y las contradicciones internas de los protagonistas de Borgen, dos características que probablemente dotan a la producción danesa de mayor verosimilitud. En cierto modo, The West Wing era un espectáculo y Borgen es una confesión. No se la pierdan.

El título de la serie escandinava se ha puesto últimamente de moda para designar una estrategia que presuntamente subyace a determinados movimientos partidistas, en el marco de las negociaciones para la conformación del futuro gobierno español. La producción nórdica trata diversos temas vinculados a nuestra más candente actualidad: la compleja independencia de los gobernantes frente a las grandes corporaciones, las malas artes de determinados medios de comunicación para influir en el devenir parlamentario, la dificultad para deslindar lo privado de lo público en la vida de un político, la creciente importancia del factor mediático en el ejercicio del poder... Sin embargo, la irrupción de este término en nuestro diccionario político no tiene nada que ver con estas cuestiones. La serie comienza con unos comicios en los que ninguna formación política obtiene la mayoría absoluta, obligando a los dos grandes partidos (conservador y socialista) a aliarse con grupos menores para formar un nuevo ejecutivo. En ese contexto, la lideresa de un partido ideológicamente intermedio aprovecha con gran habilidad su estratégica posición para convertirse en primera ministra de un gobierno de coalición. Ésa es la jugada que hoy conocemos como “operación Borgen”, cambiando a la moderada danesa Birgitte Nyborg por el liberal español Albert Rivera.

En mi opinión, la aplicabilidad de la solución Borgen a nuestro laberinto parlamentario parte de cuatro premisas, quizás discutibles, pero también razonables. Para empezar, el pacto de izquierdas se ha convertido en un horizonte quimérico (los planteamientos de Podemos son inasumibles para gran parte del PSOE, la legislatura dependería constantemente de varios partidos abiertamente independentistas, la fiabilidad parlamentaria del conglomerado podemita es más que cuestionable, etc.). Por otro lado, el acuerdo PSOE + Cs + Podemos resulta aún más inverosímil, teniendo en cuenta las insalvables diferencias entre Rivera e Iglesias en materia económica y territorial.

Llegados al ecuador del argumentario, se acaban las opciones de aglutinar una mayoría suficiente sin el concurso del PP. Pero, como decía Porky, aún hay más. En tercer lugar, si los socialistas decidieran abrir la puerta de la Moncloa a un dirigente popular, estarían cavando su definitiva tumba política (la del PSOE en general, y la de Pedro Sánchez en particular), pues Podemos los devoraría indudablemente en la próxima convocatoria electoral. Y por último, el PP jamás entregará la presidencia a los socialistas mientras siga siendo el partido más votado.

Todas las puertas parecen cerradas, máxime con la expectativa de un adelanto electoral que no cambiaría prácticamente nada. Pero algo habrá que hacer, y es ahí donde Borgen entra en escena. ¿Por qué el presidente debe pertenecer a uno de los dos grandes partidos? Frecuentemente la posición relativa resulta más útil que la fuerza objetiva. Parece razonable sospechar que los votantes de PP y PSOE digerirían con menor dificultar el respaldo activo o pasivo a un eventual presidente moderado, antes que ser gobernados por el eterno rival. El ejecutivo presidido por Rivera podría estar integrado por los tres partidos (Große Koalition) o tener el respaldo de dos y la abstención del tercero. ¿Imposible? Probablemente, salvo que todos lleguemos a la conclusión de que no existe otra salida.

 

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