Orgullo humilde

Como ser imperfecto, el ser humano no tiene demasiados motivos para sentirse orgulloso de sí mismo. De ahí nacen las ansias de superación
 

11 diciembre 2021 11:28 | Actualizado a 11 diciembre 2021 11:30
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Esta semana, muchos ciudadanos nos hemos visto invadidos por tres muestras de orgullo de diferente color. Un conjunción casi astral que permite pensar en ese atributo que a veces nos hace sentir ufanos y en otras sentimos que tiene mucho de frivolidad. Se trata de la inauguración de la torre y estrella de María en la Sagrada Familia de Barcelona, la eliminación del equipo de fútbol de la Copa de Campeones y de la celebración del Día de la Constitución.

La inauguración de la estrella de María, a ciento treinta y cinco metros de altura, es consecuencia del tesón, la constancia y el trabajo impecable de un equipo de técnicos que, sin un accidente grave, levantan el tramo final de las Sagrada Familia. Barcelona amplia su elemento más emblemático surgido de un genio y unos arquitectos hijos de esta tierra y lo muestra al mundo bajo un lema más allá de la religión, que consiste en revivir aquello de «amigos para siempre» con que se abren los brazos al resto del mundo, en un mensaje cristiano: nos amamos los unos a los otros. Y los catalanes nos sentimos orgullosos de mostrarlo. Un orgullo sin petulancia, pero con nobleza, al tiempo que con la discreción y la sencillez que nos identifica.

El orgullo de ser del Barça es otra cosa. Pese a haber transformado en «més que un club» a esta organización, se trata de un orgullo baladí, frívolo casi, e incluso podría decirse que mal entendido. Tres goles en contra lo han tirado por los suelos. En este caso, hay que poner las cosas en su sitio y es desmedido haber fijado en un equipo de futbol ciertas esencias de las cualidades humanas. 
El orgullo de tener una Constitución es una actitud envuelta en elogios que no le corresponden. Porque la Constitución no ha calado jamás en los españoles.

Debiéramos comenzar por decir que es bajísimo el número de ciudadanos que la han leído, y mucho menos que recuerden su contenido. Viví desde la redacción de un periódico aquella jornada en que se celebró el referéndum para aprobarlo y recuerdo cómo a mediodía poquísima gente había acudido a votar. Fue entonces como Televisión Española (la única cadena que existía) comenzó a machacar que había que votar. Convocó a famosos de todo pelaje para animar y presionar, sobre la necesidad de votar. A cambio daban una jornada de fiesta, porque se votó en jornada laboral. Había entonces mucha frialdad, muy poco orgullo, un gran desconocimiento e incluso desconcierto popular. Muchos de los que ahora proclaman que la Constitución es un tótem intocable, o no habían nacido o incluso se opusieron a ella. Sentir ahora orgullo por la ignorada Constitución suena a irrealidad, cuanto menos. Nadie la celebra popularmente, en la calle, ni se cuelga una sola bandera más.

Como ser imperfecto, el ser humano no tiene demasiados motivos para sentirse orgulloso de sí mismo. De ahí nacen las ansias de superación. Es más, hay una sentencia que dice que detrás de todo humilde se esconde un orgulloso, es decir que la expresión contraria a este sentimiento es una manera de ocultarlo, porque el orgullo tiene mala fama, suena a prepotente y a veces se muestra con arrogancia. Pero vivimos en una sociedad que acude al orgullo para ocultar ciertas miserias. Lo vemos en televisión cuando aparece una persona que proclama ser «muy inteligente» o quererse mucho y otras lindezas que desafinan con los humildes, quizás porque todos los sabios son humildes.

El orgullo, motivado y a cuentagotas. Desconfiemos de los que blasonan en exceso de orgullos desmedidos.

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