Papanatas 2.0

Todo lo podemos dar por bueno para salvar una situación excepcional pero si alguien supone que esta manera de trabajar es el futuro en la enseñanza podemos aseverar que tal persona no tiene la más remota idea del negocio

04 junio 2020 17:52 | Actualizado a 05 junio 2020 10:12
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Sigmund Freud publicó en 1930 El malestar en la cultura, una obra llamada a fecundar importantes discusiones hasta el día de hoy. El asunto que en ella se aborda puede resumirse así: ¿por qué el incremento -indiscutible- de cultura no se ve acompañado por un incremento análogo de felicidad? La palabra cultura ha de entenderse en su sentido más amplio, incluyendo pues tanto costumbres como bienes e instituciones, por lo que empleando ahora un estilo más desenfadado y algo estrecho, la pregunta que se hace Freud puede ser reformulada así: ¿por qué teniendo más juguetes no somos más dichosos?  Sin tener en cuenta las conjeturas del propio Freud, que podemos aprobar, matizar o desaprobar, el texto comienza su análisis de una manera sin duda inteligente, tocando el corazón del problema.

Y lo hace mediante un ejemplo: alguien puede recibir noticias de su hijo, que vive en otro continente,  gracias al telégrafo; la técnica, pues, permite esta alegría. Pero se le puede objetar que el progreso técnico es el que ha permitido a ese hijo encontrar trabajo y viajar hasta otro continente. Con ello no solo decimos que la técnica soluciona problemas que ha generado la propia técnica -lo cual no sería exacto-, sino que subraya algo esencial: cada conquista cultural-en este caso en concreto, conquista técnica-, entraña necesariamente una «pérdida» o una sombra, o una renuncia. No hay por consiguiente «avance» que no incluya un sacrificio o un dolor. Quien solo ve el dolor o la sombra es un reaccionario ingenuo; quien es incapaz de apreciar la sombra es un ingenuo progresista. Para evitar ambas formas de ceguera debemos contemplar y analizar a la vez la conquista cultural y su inevitable e inseparable sombra.

Todo esto viene a cuento por la irrupción masiva del teletrabajo en estas semanas de encierro obligatorio. Quien más quien menos habrá tenido ocasión de admirarse del poderío de las nuevas máquinas, de las posibilidades del universo digital, casi un anticipo de lo que puede suceder a partir de ahora. Como lo que ha prevalecido ha sido el entusiasmo -«menos mal que tenemos ordenadores, si no qué...»- me gustaría apagar tanto ardor con algunos cubos de agua fría, centrando la reflexión en el mundo de la enseñanza, ámbito en el que triunfan desde hace años las tesis más fetichistas en torno a lo digital. Respaldaré mis comentarios en mi doble condición de docente y padre de dos estudiantes de primaria.

No discutiré lo obvio: internet pone al alcance de un clic todo el saber y belleza de la humanidad, ¡y a menudo gratis!; permite que nos comuniquemos con insultante velocidad e incluso compartir simultáneamente tareas cuando estamos separados por las mayores distancias. Esto es verdad y debemos felicitarnos por ello. Ahora bien, y por reducir casi a consigna «la sombra» que tanto bien proyecta: el saber que alberga la red solo llega a quien ya sabía antes; la facilidad en la comunicación la trivializa inevitablemente; la tarea compartida a distancia revela como en negativo su papel de sucedáneo. E incluso antes de todo eso la paradoja de las paradojas: toda esta enorme cantidad de tiempo que ahorramos en miles de tareas gracias a la informática comporta a la vez un despilfarro prodigioso de tiempo en esas mismas tareas. Vayamos al grano.

Madres y padres responsables se disponen a ayudar a sus hijos pequeños en las tareas encomendadas. Aunque en algún caso ello implique explicar, la mayoría de las veces tal ayuda consiste en: imprimir, buscar vídeos, hacer fotos, enviar audio, pelis o fotos, pelear con la licencia digital de los libros de texto... Esto es, trabajos meramente auxiliares, que pueden ocupar tranquilamente tres horas de presencia cercana sin hacer nada más que esperar la queja del niño, obligado, por la lógica interna de esta forma de educar a distancia, a saltar de breve ocupación en breve ocupación, en zapping inacabable y agotador. Los profes que trabajan con ordenadores en el aula viven cada día esta misma experiencia: ser necesarios como un grifo o un altavoz, prescindibles como maestros que tiene algo que contar. ¡Cinco o seis horas diarias contemplando espaldas de adolescentes y oyendo quejas angustiosas porque una página web se abre un nanosegundo después de lo esperado! 

Otras formas de despilfarro de tiempo, que este período especial ha revelado incluso a los más entusiastas, son: la dificilísima sujeción a un horario, pues los plazos se vuelven tan elásticos, la necesidades son a veces tan perentorias...que uno regresa mil veces al correo electrónico para solucionar pequeños problemas, uno cada vez, y así incesantemente; o las repeticiones ad nauseam de una instrucción, un consejo, una advertencia..., que en el aula se resuelve en un minuto, con ayuda de la mirada, el gesto, el lenguaje corporal que afianza el mensaje volcado por la palabra, y desde el ordenador obliga a múltiples apuntes y aclaraciones y dudas completamente incomprensibles! Y está luego lo de actualizar los programas, la inevitable sumisión al progreso del software, que no es solo una deseable ampliación de las virtudes de un programa, algo así como conducir un coche con más prestaciones, sino que más bien es la necesidad de regresar periódicamente a la autoescuela, y de paso reorganizar todos los documentos y archivos en nuevos formatos, y perder una lastimosa cantidad de horas en conservar lo que ya tenías. ¡Hay que derrochar tanto tiempo para ahorrar tiempo!

Todo lo podemos dar por bueno para salvar una situación excepcional, para simular que seguimos en la brecha. Pero si alguien supone que esta manera de trabajar es el futuro podemos aseverar que tal persona no tiene la más remota idea del negocio. El despistado podría ser un pedagogo -es decir: alguien que no da clase y sin saber de nada en particular se cree investido de autoridad para enjuiciar a quien sabe algo y lo explica-, un cargo político con disfraz de moderno, una sanguijuela del sistema. Pero en absoluto un profe de trinchera, pues en estos días de confinamiento, incluso poniendo toda su buena voluntad como aliada, habrá comprobado que este modo de trabajar favorece la dispersión, la copia y la trampa. No en todos los casos, claro. Quien «antes» ya trabajaba y entendía, ahora entiende algo más. El resto no, pues es imposible adquirir la paciencia imprescindible para adquirir algo sólido mediante una modo de proceder que estimula precisamente la impaciencia, la interrupción -miras la hora y hallas cien mensajes, buscas un término y hallas un chat-, los desvíos y bifurcaciones que te alejan del rumbo que dijiste seguir.

Si algo habrá quedado claro de la experiencia de estos días es que nada sustituye ni mejora sesenta minutos de explicación tranquila de alguien que sabe o noventa minutos seguidos de lectura de algo enjundioso y atractivo, en perfecto silencio, sin atender llamadas. Lo otro es excelente como herramienta, siempre según la mano experta que la maneje, pero simple instrumento. Tratarlo de otra manera sería tan idiota como darse un chapuzón para consultar la hora aprovechando que nuestro reloj es sumergible. Pero esto solo lo hacen los nuevos ricos, los papanatas.

 

Enrique Gómez es doctor en Filosofía, profesor de Secundaria y escritor. Es autor de obras como ‘No sólo de pan vive el hambre’, ‘El mito de la taberna’, ‘Principio de razón más que suficiente’ o ‘De Tarragona a Santiago y Finisterre’.

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