Por qué gusta el feísmo

Con él ha triunfado la mediocridad, la incapacidad creativa y la negación del esfuerzo como elemento indispensable para cualquier logro

28 noviembre 2020 16:54 | Actualizado a 11 febrero 2021 20:35
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Tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el mundo occidental acentuó su interrumpida carrera hacia la exaltación de la belleza, que había tenido raíces en numerosos movimientos artísticos. La belleza como símbolo de las aspiraciones humanas en pos de un mundo mejor. Lo bello es agradable, genera optimismo y hace la vida más soportable. Lo sabían ya los griegos clásicos y forma parte  de la atracción entre los seres en busca de pareja. 

Es cierto que ya a principios del siglo XX hubo inquietudes artísticas en pos de nuevas fórmulas, corrientes como el cubismo pictórico, feas aunque duraron muy poco. El arte abstracto aún pervive aunque jamás tuvo una acepción masiva. Pero fue a partir del final de la guerra que se acentuó el reencuentro con lo bello durante más de medio siglo hasta la explosión del feísmo que nos invade y, actualmente, casi nos aturde.
Pienso que la búsqueda rápida del éxito en muchos sectores (moda ante todo, pero también en la arquitectura, la música y las artes plásticas, entre otros) ha facilitado el éxito del peor lema inventado en una centuria: «todo vale». Y con él ha triunfado la mediocridad, la incapacidad creativa y la negación del esfuerzo como elemento indispensable para cualquier logro.

Pienso que la búsqueda rápida del éxito en muchos sectores ha facilitado el éxito del peor lema inventado en una centuria: «todo vale»

El feísmo está en las actuales modas del vestir (pantalones rotos, peinados estrafalarios, tatuajes horrendos, bodas con trajes horteras, etcétera), en la música machacona del rap, en las artes plásticas y en la vida en general, con un ámbito esencial: el de las relaciones personales, por no llamarlas amor. En efecto, sin belleza no hay amor, y eso coincide con la degradación del concepto amor en beneficio del sexo. La tesis del amor líquido de Baumann va en este sentido. La vieja admiración por el otro, estimulada en parte por descubrir la belleza de quien nos resulta atractivo, desaparece en las nuevas corrientes de amor líquido para convertir al otro en un puro objeto del deseo transitorio, en un acto de necesidad hormonal.

Lo de los tatuajes es un tema tabú (tapú, en maorí quiere decir prohibido). Parece que no se acepta socialmente que se critique esta práctica. Tiene su origen en las tribus antropófogas de las Tuamotu y archipiélagos vecinos y han estado circunscritos al mundo de la delincuencia y la marinería de baja estofa hasta que hace unas décadas el hippysmo y su culto iconoclasta de todo lo existente, en especial los símbolos de progreso, lo despertó. No se entiende que nadie abra la boca para decir que es una vulgaridad extrema con el agravante de que esa mutilación de la dermis no tiene marcha atrás. 

En pintura, esa idea de que «yo no busco, encuentro» es gratuita, invocando al azar como creador de arte; cuando un pintor la defiende, comienza a hacer payasadas. La mancha se ha consagrado como expresión totémica del arte actual. Si seguimos así, dejaremos en su sitio a los lamparones de las camisas, argumentando que es arte. Algunos ya lo intentan… Otros hablan de performances sin saber qué significa concretamente esa palabra.

La búsqueda de una vida fácil, más allá del confort, la exaltación del «que trabajen otros» y el justificar con un simplón «a mí me gusta» cualquier gratuidad, están dando alas al feísmo. Sinceramente, me quedo con las personas exquisitas, de delicados gustos, que sin abandonar el sentido de la realidad, exaltan las armonías, gozan con la estética y aman elevando sus más intensos y bellos sentimientos. Aún queda gente así, por fortuna.

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