Referéndum griego para muy poco

Si vence el ´no´ será difícil, pero si triunfa el ´sí´ tampoco será mejor

19 mayo 2017 22:24 | Actualizado a 22 mayo 2017 14:34
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Hay pocas probabilidades, por no decir ninguna, de que Grecia logre ver su futuro más claro tras el referéndum de hoy. Sin restar importancia al resultado, la realidad es que el porvenir es tan complejo como impredecible, tanto si vence la opción patrocinada por el gobierno de Syriza –no–, como si gana la contraria –sí– postulada en parte, sólo en parte, por la oposición. Y es que ni un resultado ni otro garantiza la permanencia ni fuerza la salida obligada del euro. Posibilidad, como se sabe, no prevista en los tratados ni en la arquitectura institucional de la eurozona.

No es aventurado intuir que muchos griegos van a acudir a las urnas sin tener del todo claras las implicaciones de votar no o sí. Los convocantes han presentado la consulta como un rechazo a la austeridad que quieren imponer los acreedores, con aditamentos de defensa de la dignidad nacional. El resto, incluidos algunos dirigentes comunitarios, desde Bruselas, trata de reorientar la disyuntiva a una aceptación o renuncia a seguir formando parte de la Unión Europea. Unos y otros mezclan parte de verdad, pero omiten aspectos sustanciales, contribuyendo sobremanera a una desorientación que amenaza con que, sea cual sea el resultado, no ocurra nada de lo que desea o teme la mayoría de los griegos. Existen, pues, amplias posibilidades de que el experimento acabe bastante mal.

La fórmula del referéndum tiene, de siempre, partidarios y detractores, pero incluso quienes la defienden como mejor aproximación a la expresión de la voluntad colectiva admiten que su validez es inversamente proporcional a la enjundia y complejidad del asunto consultado. De ahí que cause cierta sorpresa el entusiasmo con que se contempla estos días el promovido por el gobiernoTsipra, con tomas de posición que pasan por alto perfiles cruciales de la realidad. Es el caso de quienes, por ejemplo en estas tierras, sostienen que el pueblo griego tiene pleno derecho a ejercer su dignidad votando no. No da la sensación de que hayan dedicado un mínimo de esfuerzo a estudiar la verdadera situación de Grecia: ¿dónde está?, ¿cómo ha llegado a esto? y ¿cuáles son los escenarios reales que tiene ante sí? Ni siquiera parece que tengan elemental conciencia de cómo pueden afectar los pasos futuros a su propio país.

Sin retroceder demasiado en las causas de la situación de Grecia –sirve de poco–, al menos dos hechos son incontrvertibles: el país no puede ni va a poder pagar jamás sus actuales deudas y, lo que es igual de trascendente, necesita seguir recibiendo préstamos para sobrevivir. Y es puro sentido común que cualquier prestatario impondrá condiciones para entregarle dinero; éstas serán mejores o peores, dependiendo del historial de cumplimiento previo –muy escaso– y la credibilidad que ofrezcan los compromisos asumidos para situar a la economía en condiciones de atender las deudas. Una responsabilidad que corresponde ante todo al gobierno legítimo del país solicitante, sin que excluya en modo alguno la que corresponde al pretendido acreedor; máxime si, como es el caso, resulta ser el mismo que acumula una abultada deuda de improbable recuperación.

Se suele olvidar, a menudo de forma interesada, que una parte muy importante de lo que debe Grecia recae ya sobre el resto de países asociados a él. El grueso de la deuda viva de Atenas se ha trasladado en los dos últimos años desde la banca privada a las arcas públicas de la eurozona: sea el Banco Central o el presupuesto estatal de los demás, incluidos los que soportan fuertes tensiones a causa de la crisis. Muchos que están animando al impago, el perdón o la quita de toda o parte de la deuda griega no parecen estar teniendo en cuenta el impacto que para sus conciudadanos comportaría. A España, en concreto, le supondría restar 26.000 millones de euros, en lugar de invertirlos o destinarlos a la prosperidad y el bienestar propios... o tener que extraerlos de una mayor carga fiscal.

Presentarlo, como algunos hacen, centrado en empecinamiento alemán o egoísmo insolidario del resto de socios europeos, puede servir para excitar ánimos, pero no pasa de burda simplificación. Es verdad que las instituciones europeas no se han lucido en la gestión de la crisis eclosionada en 2008 ni en la de deuda derivada a partir de 2010. También que la austeridad como única receta ha resultado miope e ineficaz. Pero no es menos cierto que Grecia ha acumulado más ayudas que nadie, incluida una quita -perdón- notable de sus deudas, sin apenas reciprocidad en cumplir los compromisos contraídos, con sucesivos gobiernos de ideología dispar. La realidad es que las particularidades helenas, en abierto contraste con la realidad del resto de países comunitarios, siguen siendo las mismas que han abocado a la actual situación.

Los gobernantes griegos surgidos de las elecciones del pasado mes de enero han eludido de todas las maneras posibles adquirir compromisos que contravengan las promesas que les llevaron al poder. Pero sucede que muchas de ellas comportan aspectos insólitos para países a los que solicitan fondos y solidaridad. Aspectos como jubilación legal muy extendida a los 45 años, elusión generalizada -tolerada- del pago de impuestos, nómina pública muy sobredimensionada o gasto en defensa que es el más alto de la UE, es lógico que enerven a dirigentes de países que no se lo pueden permitir. A lo que toca añadir la posición de los rescatados que cumplen con los compromisos contraídos y apelan al agravio comparativo de perpetuar la tolerancia hacia quien no cumple los pasados ni muestra voluntad de cumplir los futuros. No cabe negar, sin embargo, que los griegos llevan años pasándolo mal. Pero, ¿todos? ¿o sólo los menos favorecidos, mientras una minoría más o menos amplia sigue aferrada a privilegios... que pagan los demás? Más que denostar a los que prestan los fondos, ¿no debería culparse a quiénes los gastan mal y no hacen otra cosa que pedir más?

Sin duda, la negociación desarrollada hasta la fecha deja bastante que desear. Se parece demasiado a una partida en la que ambas partes pretenden jugar con la presunción de que la otra no tiene más salida que claudicar. Atenas ha actuado convencida de que sus socios no podían permitirse la quiebra ni la salida de Grecia de la eurozona y, todavía menos, su abandono de la Unión. Los otros, por su parte, lo han hecho persuadidos de que Grecia no se podía permitir tal cosa y acabaría por aceptar casi cualquier imposición. Pero, como ocurre con planteamientos de ese tipo, ambos han minusvalorado opciones que han terminado por aparecer. Del lado comunitario, un hartazgo que ha alcanzado cotas máximas, al punto de preferir que vaya a que se quede, y de parte helena, la orgullosa sensibilidad nacional de una sociedad tan desesperanzada como propensa a buscar la causa de sus males en el exterior, persuadida de que quizás le vaya mejor fuera que dentro.

El resultado final, gane el sí o el no, es que los griegos tienen por delante más años difíciles de los que temen, introduciendo antes o después dolorosos cambios para poder sobrevivir como país. Y sus todavía socios de la eurozona, sigan o no integrando la economía griega, han destinado cientos de miles de millones de euros a un pozo sin fondo y seguirán soportando ingentes costes que, ahora puede ser fácil decirlo, hubieran estado mejor empleados en cualquier otra cosa. Si vence el no, será dfícil, pero si triunfa el sí tampoco será mejor.

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