Como a la falsa moneda, nadie quiere quedarse con la culpa, ni siquiera cambiarla en calderilla. Rueda por los mercados nacionales porque ya ha comenzado el cuento de nunca acabar y según las encuestas más solventes, que son las que dan la razón a los acontecimientos después de que acontecieran, nuestra adorada religión aritmética quiere que gobierne la lista más votada y que las otras se pongan a la cola hasta que reúnan los votos suficientes. No todos los partidos son partidarios de ese procedimiento, que a primera vista parece el más sensato. Un 48,2% de los españoles lo aceptan de buen o de mal grado y un 46,7% estima que no es necesario. La plaza está partida como en los peores tiempos del ruedo ibérico. Somos poco dados a la neutralidad y cuando el presidente saca el pañuelo para cambiar de tercio creemos que es para secarse una lágrima o para restañarse una herida.
El PSOE, Podemos y el PP están siendo acusados de ir a otras elecciones, o sea de llevarlos a las urnas como si los llevaran a la guillotina. Ya sabemos que las preguntas no siempre son indiscretas y lo indiscreto son las respuestas, pero su insistencia puede ser una pesadez. Del Rey abajo están aburriéndonos a todos. Felipe VI ha convocado hasta ahora dos rondas de consultas con los representantes de los grupos políticos en el Congreso. Si no han sido suficientes, si parece que han bastado a él para decir que no habrá una tercera. Entiéndanse ustedes y no mareen más, que yo bastante tengo con las preocupaciones familiares.
Si España se llamara Carmen, como en algunas coplas, habría que cantarle al unísono Ay, Carmela, para no oír a los patriotas que desentonan. Según ellos, los culpables son siempre los otros y los buscamos cerca, que es la mejor manera de encontrarlos. ¿Y si fuésemos cada uno de nosotros el culpable de lo que nos ocurre a todos? Amar a todo el mundo, así en abstracto, no tiene mérito, lo difícil es soportarlo, uno a uno, cuando se unen.