Se perdieron por el vino y las mujeres

Hoy más que nunca no interesa descubrir la verdad, sino transmitir una imagen irrefutable

19 mayo 2017 15:41 | Actualizado a 19 mayo 2017 15:41
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Lo que acaba de decir un representante de la Unión Europea con relación a los «hombres del Sur», lo que ha levantado, y con razón, las más furibundas protestas. Realmente frases de este tipo son hoy día muy desafortunadas. Y, sin embargo, son frases que pueden ahorrarnos múltiples explicaciones.

Una de las historias más apasionantes en todos los aspectos es la del motín de la Bounty, nombre de un barco mercante inglés que fue tomado por parte de su tripulación a finales del siglo XVIII, abandonando al capitán (teniente) y a los suyos.

El tema ha sido llevado a la gran pantalla en varias ocasiones con autores de primera fila en los papeles del teniente Bligh y del rebelde Christian Fletcher. Basta ver a quién se asignó el papel de Bligh (Charles Laughton, Trevor Howard y Anthony Perkins) y el de Fletcher (Clarke Gable, Marlon Brandon y Mel Gibson) para deducir sin mucho esfuerzo a quién se consideraba el protagonista principal.

En general, las tres películas convierten al rebelde en un héroe que se enfrenta a una ley injusta que permite los castigos más duros a borde de un buque por la única voluntad de su capitán. La gran pantalla transforma a Bligh en un ser abyecto y cruel, incapaz de comprender a sus subordinados.

Por lo que ahora nos interesa, tanto la historia como la recreación de la misma nos ponen de manifiesto algunas reflexiones.

En primer lugar, la imagen cinematográfica tiene la inmensa fuerza de ‘guiar’ nuestro pensamiento (por llamarlo de alguna manera) para hacernos ver la realidad de una forma determinadas y muchas veces conscientemente dirigida. Una simple escena, como una fotografía, tiene más fuerza que miles y miles de documentos o de estudios rigurosos sobre el tema. El cine se convierte, como ya decía en su momento Arnold Hauser, en el signo de nuestro siglo. Facebook o Tweeter no dejan de ser derivaciones más perturbadoras de la misma simbología.

Hoy más que nunca, especialmente entre los políticos y en los recientes movimientos de masas, no interesa descubrir la verdad, sino simplemente transmitir una imagen irrefutable. Se trata de hacer cine, de conseguir una imagen idílica que lo diga todo, aunque sea falsa. En cierta manera, el expresidente Mas y el exsecretario del PSOE Sánchez (pero también la candidata andaluza) son ejemplos claros de la búsqueda a toda costa de una imagen (basta con una) que quede gravada en la mente del votante de forma definitiva. Su papel predilecto, como Brandon o Gibson, es el de héroes que se enfrentan al mal y a la injusticia.

En segundo lugar, el motín de la Bounty se centra en el clásico conflicto entre la ley y la justicia, o si se quiere entre la legalidad y la legitimidad. Intuitivamente todos nos decantaremos en un primer momento a favor de lo justo o lo legítimo, y por eso Brandon es nuestro héroe, igual que apoyaríamos la felicidad y el amor libre entre los seres humanos. Pero, a poco que sigamos analizando, nos daremos cuenta que la legalidad y la consiguiente disciplina (cumplir la norma) es la única manera de llevar a buen puerto nuestro barco.

En la historia real los rebeldes acaban dividiéndose en dos grupos distintos. Unos permanecen en Tahití y acaban detenidos y castigados. Otros, entre los se encuentra el cabecilla Fletcher, acaban en la desconocida isla de Pitcairn: logran huir al fin del mundo, crear su propio país y sus normas; pero al final sus propios instintos les llevarán a matarse entre sí, hasta quedar vivo un único amotinado.

Las películas se basan en tres libros novelados escritos por Carles Nordhoff y James Hall en la década de los treinta. Escriben, hablando de Christian: «las personas de una naturaleza tan apasionada, cuando se sienten atacadas injustamente, pierden el sentido de todo, excepto de su propia miseria. No se dan cuenta que es demasiado tarde, de que pueden arruinar la vida a los que tienen a su alrededor».

Al mismo tiempo, el teniente Bligh, que es abandonado en mitad del Pacífico en una barquichuela, sin ninguna posibilidad de sobrevivir, consigue salvar a sus hombres después de realizar una de las mayores proezas (sino la mayor) de la historia de la navegación marítima, imponiendo con rigor una férrea pero necesaria disciplina. Es Bligh y no Fletcher el verdadero héroe. Reconozcamos, no obstante, que el seguidor de la ley siempre ha tenido mucho menos encanto y atractivo que el rebelde y que a todos nos gusta más Marlon Brandon que Trevor Howard. En tercer lugar, el motín de la Bounty nos vuelve a recordar que por mucho que nos atraiga el personaje, y su trágico (y a veces cómico) destino, lo que importa, o al menos lo que nos debe importar, es la verdad. Aunque ésta carezca de la grandeza de la tragedia o del drama y sea simplemente un relato de hechos vulgares.

Últimamente se ha vuelto a investigar el fondo de la historia con nuevos documentos. Para Caroline Alexander, la explicación del motín se encuentra en que los amotinados prefirieron seguir viviendo en las Islas del Sur que regresar a la vida cotidiana. Esta autora sugiere que el enfrentamiento entre los dos personajes centrales se debía simplemente a una cuestión banal: Bligh había prestado a Fletcher una cantidad de dinero en el viaje de ida. No hay nada de la grandeza de la lucha entre legalidad y legitimidad, sino pura y absoluta mediocridad.

Sencillamente, dice Alexander, los amotinados se perdieron por el vino y las mujeres. Aunque también podíamos añadir, pensando en otros mares más próximos, que todo era una cuestión de dinero y corrupción.

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