Tururú

Argumentan que los políticos mal pagados corren el riesgo de corromperse

19 mayo 2017 22:12 | Actualizado a 22 mayo 2017 14:44
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Dos o tres alcaldes entrantes propusieron la bajada de los sueldos de los miembros de su corporación municipal, empezando por ellos mismos, y se han llevado su merecido y su escarmiento: tururú.

En cualquier democracia avanzada hay que tener muy claro que los recortes salariales se inventaron para los votantes, no para los votados, que demasiado tienen ya con la humillación de someterse a un proceso electoral para poder aspirar a un sueldo digno. Un sueldo digno que otorgue no solo dignidad a quien lo percibe, sino también alegría, porque no queremos concejales apesadumbrados que, en vez de verbenas, organicen rosarios de la aurora. Para que las instituciones funcionen, nuestros alcaldes y concejales deben ser personas risueñas y bien pagadas, no penitenciales y mendicantes, porque el estado de ánimo institucional irradia a la ciudadanía. Un concejal con una nómina de médico o de albañil es un peligro: igual ni siquiera le merece la pena levantarse de la cama para ir a un pleno, por mucho que esa asistencia se la paguen aparte. Igual ni le sale a cuenta firmar por triplicado una ordenanza. Y al limbo entonces la civilización por la que hemos luchado desde la época de los mamuts.

Los concejales reacios al ahorro argumentan que los políticos mal pagados corren el riesgo de corromperse, igual que se corrompe el camarero que firma un contrato de diez horas semanales: en cuanto el jefe se da la vuelta, se bebe a hurtadillas una coca-cola. Argumentan también que los sueldos de los cargos públicos han de ser elevados para poder atraer a la política a lo mejor de cada casa. Claro que sí: no conoce uno a ningún premio Nobel de economía que no esté deseando ser concejal de hacienda del ayuntamiento de Valdecabrillas del Toboso. No conoce uno a ningún arquitecto de renombre planetario que no esté dispuesto a convertirse en delegado de urbanismo del Ayuntamiento de Panajonosa del Duque. El problema suele ser que en todas las valdecabrillas y en todas las panajonosas del universo conocido hay mucho paro y los vecinos se adelantan al economista y al arquitecto ilustre en la ocupación de una concejalía, pues de algo hay que vivir, y que el premio Nobel y el arquitecto se las arreglen como puedan, porque el mundo, amigo mío, no es ni de lejos Shangri-La.

Sea como sea, lo último que debe hacer un país empobrecido es empobrecer a sus representantes democráticos, porque entonces apaga y vámonos: una cosa es que seamos pobres nosotros y otra cosa es que se resignen a tener un salario de pobre quienes se desviven para que los pobres podamos disfrutar de la iluminación navideña, de un buen alcantarillado, de una gincana popular o de una rotonda. Eso hay que pagarlo. Eso hay que valorarlo como se merece.

De modo que se impone el más incontestable de los argumentos a los demagogos de la pobretería municipal: tururú.

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