Un derroche de elecciones

Las encuestas deberían ser eliminadas de raíz, dado que han demostrado su inutilidad

19 mayo 2017 23:26 | Actualizado a 22 mayo 2017 21:44
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Durante el año que transcurre lentamente para algunos, y a galope tendido para otros, están previstas elecciones de todo tipo, con lo que ello supondrá de realización de encuestas, organización de campañas, actos de todo tipo, cargados en ocasiones de ataques de los más repelentes hacia los rivales, gastos ingentes en publicidad, derroche de carteles, dispersión de millones de millones de papeletas que no servirán para nada, porque más del noventa por ciento de las mismas irán directamente al cubo de la basura. En fin, una enormidad que se podría ahorrar en su práctica totalidad, con una simple acción de sentido común: colocar en cada colegio electoral, y el mismo día, cuatro o cinco urnas, que servirían para elegir los ayuntamientos, los consejos comarcales y diputaciones, los gobiernos autónomos, los diputados, los senadores, y de paso hasta se podría celebrar alguna consulta, como hacen los Estados Unidos, y hasta dar nuestro parecer acerca de los que se les ocurriera a unas mentes calenturientas. No llegaríamos a elegir la mejor canción de Eurovisión, pero sí cabrían muchas otras cosas.

Eso sí, las urnas deberían ser de diferentes colores, para no adormecer al votante, evitando el rojo pasión, pues los partidos de ese color prácticamente han desaparecido, aunque haya alguno que pretende agenciarse las vacantes que los comunistas han dejado.

Las encuestas deberían ser eliminadas de raíz, dado que han demostrado en los últimos tiempos su inutilidad. Los porcentajes varían de acuerdo con el tiempo de realización de las consultas, las respuestas varían tanto como el árbol movido por el viento, como el número de fuerzas en concurso y, sobre todo, según quien las haya encargado, por aquello de que ‘el cliente siempre tiene razón’.

Y las campañas electorales deberían quedar reducidas a una, porque, lógicamente, los votantes depositarían un voto similar en cada una de las urnas, lo que supondría velocidad, triunfo de la lógica, y quien sabe si una menor abstención. Sencillez y menor coste sin duda. A no ser que llegue el diablo a tentarnos, y que el maligno antes de ponernos en tentación nos enloquezca a todos, con lo que el votante echaría una papeleta de la extrema izquierda en la urna de las municipales, una de la derecha en la en la de las autonomías, una del centro para elegir diputados y una abstención, o en blanco, para elegir senadores, pensando en que dicha cámara debería desaparecer del mapa político, dado los ínfimos resultados que aporta.

También podría ocurrir que la abstención quedase bajo mínimos, porque una vez situado el votante ante tal arco iris lo mismo le daría echar cuatro papeletas que dos, o que una. Pero este argumento, si el votante hubiese ya sido pasado por la montaña rusa, podría resultar al revés, y los votos válidos se quedasen en la más escandalosa minoría.

El que ahora se diga que ha terminado el bipartidismo y que las nuevas fuerzas progresistas van a obtener pingües beneficios, me van a hacer el favor de ponerlo en cuarentena, porque no es lo mismo predicar que dar trigo, ni lo mismo tener un buen orador en la recámara que lograr arrastras a las mayorías hacia el sol que reluce. Que en un parlamento, o en una autonomía, o en un ayuntamiento, se den cita hasta ocho, nueve o más fuerzas, con la evidente dispersión de las ideas y propuestas, solo puede llevarnos a una situación paranoica o, lo que es igual, de paralización, que es lo que estamos viendo sucede ya en donde el número de partidos es directamente proporcional a la falta de actuaciones, que van desde el no poder arreglar una red de cañerías hasta no poder aprobar el presupuesto anual. El ejemplo más reciente en Europa no podemos aplicarlo aquí y a nosotros, ni en cuanto a dinero ni en cuanto a trabajo, ni en cuanto a la guerra de eliminación de corbatas, aunque se vea presidir una comisión parlamentaria en camiseta.

Es lógico, como también podría ser ilógico, el hacer caso de las astracanadas venezolanas, o de las barbaridades ucranianas o de los países árabes. No temamos, ya que aquí somos muy especiales, en el campo o la ciudad; en el centro o en los barrios; en lo municipal o en lo autonómico; en la comarca o en el país entero. Tal vez deberíamos eliminar alguna de tantas ‘especialidades’, para llegar simplemente a lo normal. Pero ¿qué es lo normal?

Pienso de una manera muy personal al respecto. Los demás de otra. Y resulta que los demás son unos cuarenta millones de españoles con derecho al voto, lo que hace que dichos votos pueden dividirse hasta el infinito. Imagínense si caben algunos acuerdos. Y cuenten.

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