Una angustia moderna

Predomina la creencia de que prácticamente somos en función de lo que consumimos

19 mayo 2017 22:02 | Actualizado a 22 mayo 2017 14:28
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Cuando nuestras expectativas se frustran es fácil que la decepción nos irrite, nos paralice o nos entristezca, y esa es una tendencia creciente hoy día. Como no decepcionarse cuando se espera todo de la vida, cuando no solo queremos lograr aquello que deseamos, sino en la medida que lo habíamos imaginado. El problema surge cuando no somos capaces de dirigir esos sentimientos y canalizarlos hacia mejorías Todos tenemos expectativas que no siempre se colman. Pero de su grado de cumplimiento depende en parte la manera de cómo valoramos el éxito o el fracaso de nuestras vidas y lo que nos reportan o satisfacen las relaciones con los demás. De tal modo que si las expectativas no se ajustan a nuestras posibilidades reales corremos un serio riesgo de sentirnos frustrados y decepcionados, viviéndolo como si los demás o nosotros mismos nos hubiéramos dañado.

Nuestra sociedad, a diferencia de la de nuestros padres o abuelos, no se asientan en valores como el esfuerzo, el trabajo o la dedicación. Hoy prima la necesidad de consumir y la creencia predominante lleva a pensar que prácticamente somos en función de lo que consumimos. Podemos esforzarnos en mantener un trabajo insatisfactorio para mantener cierto nivel económico sin reparar si eso nos hará felices.

Somos más vulnerables a la decepción en la medida en que toleramos menos el sufrimiento. Las redes sociales, en tiempos de vacas flacas, no se valoran como un soporte, una persona pude sentirse inmensamente sola a pesar de tener 500 amigos en Facebook. Hay varios perfiles de decepción: Los que se decepcionan ellos mismo, los que se decepcionan de los demás y los que les ha decepcionado el mundo.

El que se decepciona a sí mismo es esa persona que creía ser capaz pero la evidencia se empeña en recordarle que no es quien pensaba que era, o que no está dónde quería estar. Ante esa situación podemos optar por rendirnos o movilizarnos. La decepción nos puede llegar por pensar que hemos engordado pudiendo adelgazar y que tenemos que aceptar que hemos envejecido, con lo que eso conlleva, y solemos olvidar que lo que nos sucede son planes para orientarnos y que los temores son humanos y que en la vida surgen imprevistos.

El que se decepciona de los demás es la persona que cuando algo se tuerce siente que los demás le han traicionado, pese a que él les ha ofrecido lo mejor de sí mismo, se tiende a esperar que los demás actúen según sus necesidades y a sentirse víctima de ingratos que no le corresponden como merece. Estas personas suelen olvidar que no es la única que sufre y que los demás no tienen el poder de adivinar sus deseos.

El que se decepciona del mundo es la persona que piensa que él sólo está en la posesión de la verdad y el resto se equivoca, con lo que todo tendría que ser diferente a como es.

Todos cometemos errores cuando intentamos predecir como afrontaremos los acontecimientos de la vida o cómo lo harán los demás. Eso significa que no debemos prescindir de las metas y menos de los sueños. Pero si aspiramos a conseguirlos, además de realismo y experiencia, necesitaremos desarrollar otras capacidades: la de conectar con los demás, la de resolver conflictos y la de aprender de los errores.

La falta de garantías en un mundo incierto es una de las razones por las que en nuestra cultura abundan las patologías asociadas a la ansiedad y la nostalgia. Creemos, utópicamente, que es posible preverlo todo y eliminar las dificultades, ya sea en la pareja, el trabajo, los hijos o las propias metas. Mientras la experiencia nos demuestra que existen desequilibrios, crisis y desencuentros que nos obligan a convivir con cierto grado de incertidumbre.

Con demasiada frecuencia quedamos encallados con la ira, la impotencia o el victimismo. Sería bueno preguntarnos qué queremos alcanzar y qué nos falta o qué debemos cambiar para estar mejor. Una vieja estratagema del arte chino de la guerra dice que: «para enderezar algo, primero hay que aprender a retorcerlo aún más». En consecuencia diríamos que para sobreponernos a nuestra propia decepción primero tenemos que acogerla. No hay una sola forma de encarar al dolor. Hay quien necesita hablar, quien opta por escribir, quien busca darle un sentido o la compañía de alguien que le ayude. En todo caso, poner palabras al dolor ayuda a aceptarlo, a distanciarse de él y, en la medida que se convenga, a desterrarlo.

A veces el sentido del humor ayuda a reírse de la ingenuidad propia y ajena y permite relativizar las consecuencias de nuestro error.

En definitiva, llevarse bien con uno mismo y con la propia decepción nos ayuda a proporcionarle sentido y dejarla atrás; sumando fuerza de nuestros fracasos y transformando lo que se ha vivido como derrota en el pasado en victorias para el futuro.

En estos momentos, me atrevería a decir, que un porcentaje elevado tenemos alguna que otra decepción, personal, de trabajo, de entorno, etc., que todo es superable a pesar de las dificultades que de manera diferente debemos que soportar; el refrán ya dice que no hay mal que dure cien años, pues bien, esta crisis que estamos soportando y aún sufriremos dos años, cada uno en su nivel, al final de éstos seguramente, si todos, todos, vencemos la decepción que tenemos de los unos con los otros, conseguiremos vivir en un país del que nos sentiremos orgullosos, por haber superado con nota alta nuestra decepción actual. Pero todo esto dependerá en gran manera de las actuaciones de la nueva clase política que próximamente nos va a gobernar.

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