Una novela dentro de otra

En los libros puedes encontrarte a los demás. Literalmente. No hablo de toparte con el autor que se desnuda a través de su obra, sino de darte de ojos con una foto que alguien ha guardado entre sus páginas: leyendo un ejemplar de segunda mano de Los Mandarines, de Simone de Beauvoir, me tropecé con una imagen en papel Kodak de El Cordobés. Del padre, digo, el de los exabruptos, el salto de la rana y los hijos reconocidos por todos menos por él. No sé quién puede estar leyendo un novela sobre los líos políticos y amorosos de la intelectualidad francesa en la posguerra al tiempo que se codea con un torero yeyé, pero me encantaría conocerlo.

En los libros también puedes encontrarte a ti misma. Tal cual. No como trasunto de un personaje, sino a través de los restos de tu vida que se han ido quedando entre las páginas en forma de punto de lectura: una etiqueta de Zara, la cuenta de un mesón de carretera, un tarjetón de boda, una papeleta de lotería del viaje de fin de estudios de tu hijo, la entrada de un concierto. Una vida buena, tranquila, sin sobresaltos, de contable de una caja de ahorros en una ciudad de provincias, pero tan anodina que quien se chocara con ella acabaría bostezando. Decidida a inventarme la mía, que ahora es más soporífera aún que la del contable porque no hay concierto que echarse al cuerpo, he comenzado a meter cosas falsas en los libros: una factura del Park Hyatt Tokio, la carta de una antiguo amante despechado, un número de teléfono apuntado en un trozo de papel junto al dibujo de una corona y la letra L. Cuando me muera, que lo haré, y mi heredero se desprenda de mis libros, que lo hará, quiero que el que los lea encuentre una novela dentro de otra novela.