Una pequeña perrita blanca

‘Una civilización puede juzgarse por la forma en que trata a sus animales’, afirmaba Gandhi

14 agosto 2017 11:21 | Actualizado a 14 agosto 2017 11:22
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El jueves de la semana pasada, mientras un sol de justicia bronceaba la costa tarraconense, una multitud de veraneantes disfrutaba de los placeres estivales en la playa Llarga: sombrillas, flotadores, palas, chiringuitos… Sin embargo, un hallazgo inesperado convirtió aquella idílica jornada en una prueba irrefutable de que los monstruos existen y habitan entre nosotros. Según relataron los responsables de la Asociación Protectora de Animales –una entidad que realiza una labor encomiable–, aquel día unos socorristas distinguieron un gran trozo de plástico flotando sobre el agua. Todo parecía indicar que se trataba de una nueva muestra del escaso civismo que caracteriza a algunos de nuestros vecinos y visitantes, uno de esos comportamientos incívicos a los que jamás deberíamos acostumbrarnos, pero que nunca aparecen en las noticias por su lamentable recurrencia. Sin embargo, cuando se acercaron, vieron que se trataba de algo mucho peor. Algo terrible. Algo inhumano. En el interior de aquella bolsa de basura encontraron una pequeña perrita blanca, aún con vida, lanzada al mar por algún miserable sin entrañas.

Los voluntarios que la atendieron la bautizaron con el nombre de Vida, en un probable intento de reconocer su fuerza y empeño por permanecer en este mundo. Una vez constatado su precario estado de salud, decidieron llevarla urgentemente a una clínica veterinaria, donde quedó ingresada con pronóstico reservado. Las expectativas no eran positivas, puesto que se trataba de un ejemplar de edad avanzada que había sufrido una tortura atroz. Pensemos en el impacto del lanzamiento, el calor sofocante, la ausencia de oxígeno… Y eso por no hablar del trato que previsiblemente le habría dispensado el desalmado que fue capaz de provocarle una agonía semejante. Para colmo, aquel animal inerme padecía sordera y ceguera. El equipo del veterinario Jacob Bufarull trabajó sin descanso para salvarla, con el respaldo económico y emotivo de centenares de personas que siguieron a través de las redes sociales la evolución de los acontecimientos. Lamentablemente, nada se pudo hacer y el corazón de Vida dejó de latir dos días después. Demasiado esfuerzo para respirar. Demasiado dolor que soportar. El grupo de voluntarios de la Protectora, tal y como escribieron en su página de Facebook, lograron al menos que aquella perrita desamparada se fuera «con el recuerdo de sentirse querida y mimada» durante las cuarenta y ocho horas que sobrevivió al inclemente abandono de aquel desalmado. Según leí en el Diari un par de días después, los Mossos d’Esquadra abrieron inmediatamente una investigación para localizar al responsable de lo sucedido. Me permito hacer un llamamiento desde estas páginas para solicitar la colaboración de cualquier ciudadano que pueda tener algún dato que permita conducir a este malnacido ante los tribunales. Los adjetivos se quedan cortos cuando intentamos definir a un individuo capaz de deshacerse así de un animal cuyo único delito fue tener una edad demasiado avanzada y los sentidos debilitados. Un hombre que alberga tanta iniquidad no es un simple ciudadano incívico. Ni siquiera es un cabrón o un delincuente. Un tipo que decide hacer algo así es un auténtico psicópata, un enfermo moral incapaz de sentir la más mínima empatía hacia una indefensa criatura que, sin duda, agitaba la cola cada vez que ese canalla llegaba a su hogar. En caso de ser capturado, el autor de esta monstruosidad podrá ser acusado de los delitos de maltrato y abandono previstos en los artículos 337 y 337 bis del Código Penal, que prevén multas y penas de prisión con un máximo de dieciocho meses para los casos más graves. Esto significa que, dependiendo de las circunstancias, es probable que el sádico que mató a Vida ni siquiera pise la cárcel. ¿Es razonable que semejante acto de barbarie, propio de una mente desquiciada, pueda solventarse con una simple sanción económica? Lo llamativo es que, ante este tipo de reflexiones, hay siempre alguien que considera desproporcionado dar importancia al sufrimiento de un animal, teniendo en cuenta que vivimos en un mundo repleto de seres humanos maltratados y abandonados a su suerte (precisamente el Mediterráneo, que fue testigo de la agonía de Vida, es un buen ejemplo de ello). Los razonamientos de esta clase, relativamente frecuentes, intentan contraponer torticeramente diferentes objetivos que resultan perfectamente compatibles. ¿Acaso dejamos de perseguir a los ladrones porque existen asesinos? ¿Acaso absolvemos a los defraudadores porque también hay violadores? El maltrato animal es una lacra con una gravedad intrínseca que justifica su persecución sin concesiones, y además constituye un factor indicativo de nuestra calidad moral como colectivo humano. En este sentido, Mahatma Gandhi afirmaba que «una civilización puede juzgarse por la forma en que trata a sus animales». Una gran verdad. Si el desolador episodio de estos días favorece la concienciación sobre este problema, quizás la muerte de Vida no haya sido completamente estéril. Descansa en paz, pequeña perrita blanca.

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