¿Vacunación obligatoria para los profesionales sanitarios?

La Estrategia Española de Vacunación ha dejado patente, desde su primera versión y que se mantiene inalterada en su última actualización, la voluntariedad de la vacuna
 

18 agosto 2021 08:53 | Actualizado a 18 agosto 2021 09:00
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El aumento de los rebrotes constatado en varias residencias españolas, unido a la obligatoriedad anunciada por algunos países europeos (como Italia, Grecia o, más recientemente, Francia) ha vuelto a poner sobre la mesa el debate de la vacunación forzosa. En este caso, el destinatario de la medida no sería el conjunto de la población, sino aquellos que, por razón de su actividad profesional, tengan contacto directo con personas enfermas o de edad avanzada, bien en hospitales, bien en centros asistenciales.

Así, ha trascendido que algunas Comunidades Autónomas se mostrarían favorables a aplicarla, como Galicia, Cantabria, Murcia, Canarias o Andalucía. A pesar de ello, el Ministerio de Sanidad no se muestra, por el momento, partidario de instaurarla. Esto es relevante, ya que, aunque la legislación vigente podría llegar a amparar la vacunación obligatoria, esta ha de proceder de la propia Administración central, al afectar a derechos fundamentales reservados a Ley Orgánica (art. 81.1 Constitución Española) y que son competencia exclusiva del Estado (art. 149.1.16.ª CE).

En caso contrario, el recorrido más probable es que fuera objeto de recurso de inconstitucionalidad y eventual suspensión por parte del Tribunal Constitucional. Esto ya ha sucedido con la Ley 8/2021, de 25 de febrero, de modificación de la Ley 8/2008, de 10 de julio, de salud de Galicia cuando el art. 38.2.5ª establecía potestativamente el «sometimiento a medidas profilácticas de prevención de la enfermedad, incluida la vacunación o inmunización, (…)», así como sanciones económicas para aquellos que se negaran injustificadamente a inmunizarse y supusieran un riesgo escaso, grave o muy grave en la salud de la población (arts. 41 bis d, 42 bis c y 43 bis d).

¿Qué dice la Ciencia? En primer lugar, resulta indiscutible que la vacunación contra la Covid evita los cuadros graves de la enfermedad, como las hospitalizaciones y fallecimientos, tal y como se aprecia en los parámetros recabados en los centros de mayores en España. Correlativamente, cabe considerar que el riesgo de contagiar es también menor por parte de las personas inmunizadas, lo que, al reducir la carga viral, podría ser un argumento a favor de la vacunación obligatoria. No obstante, las vacunas aprobadas hasta la fecha no son esterilizantes, por lo que no impedirían la transmisión del virus.

Otra de las incógnitas tiene que ver con la duración real de la inmunidad. Todo apunta a que pudiera ser menor en personas mayores de 60 años e inmunodeprimidas. Esto, tras varios meses desde el comienzo de la campaña de vacunación, podría explicar la aparición de nuevos brotes en residencias.

En ese sentido, siguiendo el ejemplo de Portugal, podría ser recomendable realizar test serológicos en los primeros grupos inoculados. Sus resultados podrían abrir (o no) la puerta al suministro de dosis de refuerzo, algo que ya ha implantado Israel en determinados colectivos y muy probablemente secundará la UE. Sin embargo, por el momento, la OMS ha solicitado una moratoria mundial al no existir, entre otros motivos, evidencia científica para su administración generalizada.

La Estrategia Española de Vacunación ha dejado patente, desde su primera versión y que se mantiene inalterada en su última actualización, la voluntariedad de la vacuna (o, en términos más exactos, la no obligatoriedad). Si bien se presume del personal sanitario y sociosanitario un deber de colaboración y diligencia superior, el principio de autonomía les asiste, de igual modo que al resto de ciudadanos, junto a los derechos fundamentales a la integridad, indemnidad (arts. 15, 24.1 CE) y derecho al trabajo (art. 35 CE).

Por ello, no podría imponérseles la inoculación. Ni tampoco se les podría impedir el acceso al normal desempeño de sus actividades laborales, salvo que ello supusiera un riesgo grave para la salud pública y se obtuviera previa autorización judicial (art. 8.6, párrafo segundo de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa). Todo ello de conformidad con el triple juicio de idoneidad, necesidad y proporcionalidad, en cuyo caso podría llegar a considerarse un fin legítimo.

Si se acepta la justicia social como objetivo de la salud pública, puede defenderse la supremacía de los derechos colectivos a los individuales. Esta opción, teniendo en cuenta el efecto de la vacunación no solo en individuos, sino en terceras personas, inclinaría la balanza ética a su favor. Siguiendo al Profesor Singer, es el mismo motivo por el que debemos abrocharnos el cinturón de seguridad antes de conducir. También sería razonable por parte de aquellos pacientes vacunados y sus representantes legales que, sin poder elegir libremente su lugar de residencia y temerosos de ser infectados, se opusieran a ser atendidos por personal no vacunado.

De otro lado, no deja de resultar significativo que aquellos sanitarios que combatieron la Covid sin apenas recursos y expusieron su propia salud puedan ser ahora obligados por las autoridades a vacunarse. Esto podría tener más sentido en caso de que los profesionales no vacunados fuera tan elevado que llegara a poner en riesgo la salud pública. Aunque se desconocen las cifras oficiales, no parece que este sea el caso.

Existen, para concluir, algunas alternativas de prevención que podrían merecer atención. Primero, podría explorarse la movilidad funcional (artículo 39 Real Decreto Legislativo 2/2015, de 23 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores) de este personal a otras propias del puesto de trabajo, pero no relacionadas con la atención directa hacia enfermos, personas mayores o inmunodeprimidas. También se podría crear un registro que permitiera a los pacientes conocer si el profesional que les atiende está vacunado, pudiendo negarse en caso contrario. La única pega es que podría colisionar con el derecho fundamental a la intimidad personal (artículo 18.1 de la Constitución) y el principio de no discriminación (14) del trabajador, lo que requeriría, nuevamente, autorización judicial.

Por último, tal y como ha recomendado la reciente actualización de la Ponencia de Alertas de Salud Pública, podría optarse por que a este personal se le realicen pruebas (RT-PCR, antígenos o, incluso, test de autodiagnóstico) con asiduidad. Ello, en términos de infectividad, podría aportar igual o mayor fiabilidad que la mera exhibición de un documento que demuestre haberse vacunado. El mismo razonamiento podría emplearse para exigir, además de la vacuna, un test reciente no solo a los sanitarios, sino a cualquier persona que acceda a espacios de alto riesgo como hospitales o residencias. Tiene una desventaja: que esta doble garantía de seguridad, aunque sanitariamente ideal, podría llegar a comprometer el incentivo a la vacunación. Se trata, en suma, de una política de salud pública con múltiples aristas que deberían examinarse cuidadosamente y que hace aconsejable la introducción de matices equilibrados en el debate de la vacunación.

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