Valorar a nuestros mayores

27 agosto 2020 08:10 | Actualizado a 27 agosto 2020 08:29
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Según algunos lingüistas, la traducción al chino de la palabra crisis, Wei Ji, está formada por dos caracteres: el primero significa ‘peligro’ y el segundo ‘oportunidad’.

Aunque esta interpretación es discutida, la pandemia del coronavirus representa fielmente las dos caras de este concepto, pues supone un peligro innegable y poliédrico para la ciudadanía (a nivel sanitario, laboral, macroeconómico, educativo), y también una oportunidad para aprender y mejorar de cara al futuro, pues coloca sobre la mesa algunas sombras de nuestra forma de vida que pueden pasar desapercibidas en condiciones normales.

Una de ellas, quizás la más bochornosa y significativa, es el espacio marginal que hemos reservado a las personas mayores en nuestra arquitectura social, y como derivada, el trato que les dispensamos cuando pensamos -erróneamente- que ya no tienen nada que aportar a la colectividad. Olvidamos las palabras de Marie von Ebner-Eschenbach, cuando señalaba que «en la juventud aprendemos, en la vejez entendemos».

En efecto, el modo en que se ha gestionado la crisis sanitaria en las residencias ha revelado el escaso valor que damos en la práctica a un colectivo al que debemos absolutamente todo lo que somos. Y, paralelamente, también ha puesto ante nuestros ojos las penosas condiciones en que millones de ancianos viven sus últimos días.

Esta semana hemos conocido un ejemplo especialmente cruel de este fenómeno, tras difundirse un vídeo grabado por dos auxiliares de enfermería que realizaban sus prácticas en una residencia de Terrassa.

La escena resulta desoladora para cualquier persona con un mínimo de humanidad y empatía.

La grabación, colgada por sus protagonistas en Instagram, muestra a una de ellas maltratando verbalmente a una anciana postrada en una cama, mientras la otra registra el episodio sin poder contener la risa. Ambas impresentables habían acudido a la habitación para dar de comer a la mujer, a quien se dirigen con expresiones como «gorda», «vieja cascarrabias», «abre la puta boca», etc.

Poco después, ante las dificultades para dispensarle su medicación, le lanzan las pastillas de forma despectiva: «¡Ya verás cuando te duela!». La cámara va alternando la imagen de la anciana y el rostro sonriente de la autora del vídeo, para que todos comprobemos lo divertido que le parece todo esto.

Afortunadamente, algunos internautas vieron las imágenes y alertaron a los responsables de la residencia Mossen Homs, donde se desarrollaron los hechos.

Según la dirección del centro, las dos auxiliares han sido inmediatamente apartadas de sus puestos y se les ha abierto un proceso disciplinario.

La propia Conselleria de Treball, Afers Socials i Família ha encomendado a la Inspecció de Serveis Socials la apertura de un expediente informativo sobre el caso, ha denunciado lo sucedido ante los Mossos de Esquadra, y ha anunciado que se personará en el proceso judicial que se derive de estos hechos. Son dos las preguntas que me sugiere esta triste noticia.

Por un lado, resulta procedente cuestionarse qué tipo de valores hemos trasladado a unas personas que se entretienen con semejante espectáculo. Ridiculizar públicamente a una anciana indefensa y dependiente puede que sea una de las acciones más miserables que uno pueda imaginar, máxime cuando las protagonistas son precisamente las encargadas de su cuidado.

Lamentablemente, no se trata de un problema estrictamente individual de esas dos trabajadoras, pues la influencer que grabó el episodio tiene más de doce mil seguidores en redes sociales, y dudo mucho que una enfermera capaz de protagonizar este denigrante vídeo fuera un ejemplo de civismo hasta un minuto antes del suceso.

Dicho de otro modo, conviene analizar qué estamos haciendo mal para que miles de jóvenes tomen como referente o sintonicen con una persona que demuestra tener una conciencia tan trastornada.

En segundo lugar, parece razonable preguntarse cuántos incidentes como éste se producen diariamente en las residencias de nuestro entorno, a manos de cuidadores con el mismo grado de sadismo que estas chicas, aunque no tan imbéciles como para compartirlo públicamente en las redes sociales.

Al margen de este episodio concreto, a la vista de las informaciones que han aparecido estos meses sobre las condiciones de vida en algunos centros de la tercera edad, no parece aventurado sospechar que los servicios de inspección tienen mucho trabajo por hacer.

Mucho me temo que, si no mantenemos el foco encendido sobre este problema, dentro de unos meses nadie se acordará de los cientos de miles de ancianos que malviven en algunas residencias.

No tengo la menor duda de que la inmensa mayoría de estos centros cuidan con profesionalidad y cariño a las personas que construyeron la sociedad que hoy disfrutamos sus hijos y nietos. Sin embargo, ni un solo caso de maltrato debería ser tolerado.

Es más, constituye un deber de justicia y gratitud asegurar que los mayores, se alojen o no en residencias, puedan disfrutar de sus últimos años en unas condiciones de vida dignas, con la misma consideración que disfrutaron antes de iniciar su declive físico y mental.

Efectivamente, no se trata sólo de asegurar sus necesidades básicas. Supongo que no soy el único que ha comprobado la creciente tendencia a tratar a los ancianos con una familiaridad que roza la impertinencia, sin dispensarles la cortesía ni reconocerles la capacidad de elección que se merecen. La confianza debe compatibilizarse con el respeto.

Esperemos que todo lo que hemos descubierto estos meses sirva para repensar la posición que reservamos a nuestros padres y abuelos en nuestra sociedad.

Ya lo decía Abraham Joshua Heschel: «La prueba de fuego de un pueblo es su comportamiento hacia sus mayores. Es fácil amar a los niños, pero el cariño y el cuidado hacia los ancianos es la verdadera mina de oro de una cultura».

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